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Solemnidad de la Ascensión del Señor (C) (29 mayo 2022)

Escrito por P. Carlos Prats. Publicado en Domingos y Festivos.


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Celebramos hoy la Solemnidad de la Ascensión de Jesucristo a los cielos.

Como nos cuenta San Lucas primero en su Evangelio y luego en los Hechos de los Apóstoles, Jesucristo, una vez concluida su estancia en la tierra ascendió a los cielos donde está sentado a la derecha del Padre. Se fue pero no nos ha dejado solos. A Él siempre lo tendremos realmente presente en la Eucaristía. Nos ha dejado también sus enseñanzas, su ejemplo… y sólo nos queda esperar al Espíritu Santo para recibir la fuerza de lo alto y así poder ser sus testigos hasta los confines de la tierra.

Hoy es una fiesta alegre y triste. Alegre porque Jesucristo ha vuelto cerca del Padre, y allí nos va a preparar un lugar; pero también triste porque nos hemos quedado sin su presencia física. Ahora, para ver a Jesucristo tendremos que usar los ojos de la fe. Verle sigue siendo posible; aunque sólo para los limpios de corazón: “Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” (Mt 5: 8). Siempre me ha llenado de alegría que Jesucristo subiera a la gloria del Padre, pero pienso también que esta tristeza peculiar del día de la Ascensión, es una muestra del amor que sentimos por Él. ¿Cómo no echarlo en falta?

Días antes de marcharse Jesucristo les decía a sus apóstoles: “Es necesario que yo me vaya. Si no me fuere el Espíritu Santo no vendría a vosotros” (Jn 16:7). El Señor lo sabe muy bien. Sabe lo que tiene que hacer, a pesar de que le duela tener que irse y dejarse a los suyos que tanto amaba (Cfr. Jn 13:2 “…y amando a los suyos los amó hasta el extremo”). Él sabe muy bien que una vez que ha conseguido la redención para nosotros, ahora necesitamos al Espíritu Santo para que a través de su gracia, dones y frutos, enseñanzas y recuerdos, Cristo vaya creciendo en nuestros corazones.

Es un tiempo de ausencias y esperanzas, de penas y alegrías. Esa es la vida, la vida de un cristiano que quiere ser fiel a Cristo y poderse encontrar al final con Él. Entonces ya no hará falta la fe ni la esperanza (1 Cor 13:13), pues entonces lo gozaremos cara a cara y lo poseeremos en amor y seremos totalmente poseídos por Él.

La fiesta de la Ascensión del Señor nos sugiere también otra realidad. Cristo nos anima a dar testimonio de nuestra fe en el mundo: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28:19); y también nos espera en el Cielo: “Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros” (Jn 14:3). En otras palabras, la vida en la tierra no es lo definitivo “pues no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos en busca de la futura” (Heb 13:14). 

Pensemos ahora en aquellos días que siguieron a la Ascensión. Los discípulos, llenos de fe y alegría por el triunfo de Cristo resucitado y anhelantes ante la promesa del Espíritu Santo, permanecieron unidos en Jerusalén  junto con María: “Los Apóstoles se volvieron a Jerusalén con gran gozo…” (Lc 24:52)

Sabemos que volverá, pero nos ha tocado vivir en su ausencia. Aquí lo esperamos para que nos lleve definitivamente junto a Él. ¡Ven, Señor Jesús! (Ap 22:20)