Cuentos con moraleja: "El ladrón de sueños"
Ésta es la breve historia de Kichwa, un niño indio de 11 años que vivía en las montañas que rodean el pueblecito de Tambo, en la provincia del Cañar (Ecuador). Su familia era muy pobre. Vivía en una choza hecha de adobe y con techo de cañas y barro. Su padre cultivaba alrededor de la misma, algo de maíz y trigo; y criaba gallinas y cuyes; no tanto para el consumo propio sino para la venta en el mercado semanal del pueblo. Un caballo al que sólo le quedaban piel y huesos, ayudaba en las tareas del campo y servía de instrumento de carga cuando había que llevar sus productos al mercado. También tenían una vaca, que aunque ya era vieja, todavía era capaz de dar la leche necesaria para toda la familia. A pesar de que el trabajo era de sol a sol, su padre, escasamente ganaba el dinero suficiente para mantener a una familia de ocho, incluidos el abuelo, la madre y otros cinco hermanos menores que nuestro indiecito.
Todas las mañanitas, poco antes de que saliera el sol, Kichwa, cogía su hatillo con los libros, cuaderno y lápiz y se dirigía desde su choza hasta la escuela de Tambo, distante unos seis kilómetros si seguía las veredas más rectas. Su escuela, que tenía por nombre de Centro Comunal Santa María del Tambo, se encontraba pegada a la Iglesia. Una iglesia antigua, de torre alta y blanca, que servía a los habitantes de la zona como hito para no perderse en medio de esta maravillosa y peligrosa cordillera andina. Una iglesia que había sido dedicada a San Juan Bautista y que era el lugar de culto y devoción de los cientos de indios que la visitaban casi a diario para pedir la ayuda de Dios.
Estando Kichwa un día en la escuela, le asignaron la tarea de escribir un ensayo sobre lo que le gustaría ser de mayor.
Esa misma tarde, cuando regresó a su hogar, y habiendo recogido a todos los animales dentro de la choza antes de que se hiciera de noche, escribió un ensayo de tres páginas y media, describiendo su sueño: ser dueño de unas caballerizas para criar sus propios caballos.
Todo lo escribía con gran cuidado y detalle. Inclusive dibujó los planos de la tierra y la casa que soñaba tener. Al día siguiente se lo entregó a su maestro; y dos días después, éste se lo devolvió calificado. El maestro había escrito una nota en la parte superior del ensayo en letras grandes y rojas:
– Ven a verme después de clase. Y junto a esa nota, un 3 de calificación.
Cuando sonó la campana, Kichwa se quedó esperando a que el último alumno saliera del aula y fue a ver al maestro:
– ¿Por qué me puso una nota tan baja?
El maestro respondió:
– Tu ensayo describe un futuro muy irreal para un niño como tú que no tiene dinero y su familia es muy pobre. ¡No tienes ni siquiera suficiente dinero para comprar tu propio establo! Tendrías que comprar tierra, necesitarías un capital de base, sin mencionar los costos de mantenimiento. ¡No hay forma de que pudieras lograr eso! – Y agregó:
– Si tú vuelves a escribir el ensayo con un objetivo más realista yo reconsideraré tu calificación.
Un tanto triste y apenado, nuestro niño se volvió a su casa. En el camino, mientras que llegaba a su hogar, no paraba de pensar cómo podía arreglar su redacción. Llegado a su choza, echó de comer a las gallinas y cepilló el caballo, pero nada se le ocurría. No sabiendo bien qué hacer le preguntó a su padre que acababa de volver de hacer su venta semanal en el mercado y que traía las botas embarradas por la llovizna que había comenzado a caer:
– Mira hijo, tienes que decidir eso por ti mismo. Es una decisión muy importante y yo no la puedo tomar por ti.
Finalmente, después de una semana de reconsiderarlo profundamente, el niño entregó el mismo ensayo, sin ningún cambio y le dijo a su maestro:
– ¡Lo siento, señor maestro! ¡Usted puede mantener su calificación; yo voy a mantener mi sueño!
Los años pasaron rápidamente y nuestro Kichwa se hizo hombre.
Un día, el maestro, que se había pasado toda su vida ejerciendo en la misma escuela, estando ya punto de retirarse, llevó a un grupo de niños a visitar un gran rancho que había cerca de las ruinas de Ingapirca a unos ocho o nueve kilómetros del Tambo. Le habían hablado de que allí había un famoso criador de caballos con algunos de los ejemplares más espectaculares del país.
El capataz de la finca se hizo cargo del maestro y del grupo de niños y les fue enseñando las maravillosas caballerizas que su dueño había construido. Se admiraron de los pura raza que el dueño, con la ayuda de un experto criador que era al mismo tiempo un veterinario famoso, había podido criar.
Estaban visitando una de las caballerizas, cuando el dueño de todas ellas se hizo presente. El capataz, que hacía de guía a los niños del colegio, presentó al maestro y a los niños al dueño:
- Señor Kichwa, le presento aquí a los niños del colegio del Tambo que han venido con su maestro para ver las caballerizas.
El maestro, al oír ese nombre tan peculiar, le trajo a su memoria la historia de un alumno con el mismo nombre que soñaba con tener sus propias caballerizas y criar sus propios caballos. Cuando lo miró fijamente, pudo comprobar que, aunque ya hombre, tenía los mismos rasgos que su recordado alumno.
- ¿No será usted Kichwa el niño que venía a mi escuela hace ya muchos años?
- Así es, señor maestro. Respondió el dueño.
Al irse, el maestro le agradeció haberles dejado visitar las caballerizas y bastante conmovido por los recuerdos del pasado. Y acordándose perfectamente del 3 que le había puesto en la redacción, le dijo:
– “Cuando yo era tu profesor, hace mucho tiempo, era como un ladrón de sueños. Por muchos años, yo robé los sueños de los niños. Afortunadamente, tú fuiste lo suficientemente tenaz para conseguirlo”.
En el transcurso de nuestras vidas habrá verdaderos “maestros” que respeten nuestros sueños y nos enseñen el camino para alcanzarlos; pero junto a ellos, también encontraremos a muchos otros que, no creyendo en nosotros, pretenderán robarnos nuestros ideales y enseñarnos caminos más “realistas” pero menos “maravillosos”.
En el fondo, los sueños los pone Dios. Él nos conoce muy bien, y al mismo tiempo nos da los talentos suficientes para que con su ayuda y nuestro esfuerzo, se puedan hacer un día realidad. Recuerda esta historia cuando alguien quiera destruir los tuyos.