Cuentos con moraleja: "Camino del cielo"
El padre de Pedro murió como consecuencia de la miseria. Seis meses más tarde, su esposa lo siguió, consumida por las privaciones.
—Adiós, dijo la mujer al hijito, te dejo solo aquí en la tierra; sé bueno y persevera en la oración, que un día nos encontraremos en el cielo.
Pedro quedo solo en el mundo. Tenía apenas seis años, y una vecina caritativa lo acogió, dividiendo con él su pan de cada día. Entretanto, por más que se esforzaba en cuidar del niño, el corazón del pequeño huérfano estaba siempre junto a sus padres ausentes, que ansiaba por reencontrar.
En una de las largas noches que pasaba despierto, fue tomado por un pensamiento:
—¡Ah, el cielo! Debe de ser un lugar de mucha alegría, porque papá y mamá fueron allí y no pensaron siquiera en volver. Estoy seguro de que en el cielo no debe de faltar nada. Pero… ¿Por qué ellos no me llevaron también? ¡Si yo pudiese ir a su encuentro, los abrazaría y besaría!
Desde aquél día, Pedro se le metió en la cabeza la idea de partir para el cielo en busca de sus padres. Cierta mañana, sin decir nada a nadie, juntó en un fardo la poca ropa que tenía y se puso en camino. Después de mucho andar, llegó a una aldea. Llegó tan exhausto que cayó delante de una puerta donde había una cruz. Era la casa parroquial de la iglesia del pueblo.
El buen sacerdote oyó un gemido y corrió para ver qué era, encontrando el niño postrado en el suelo.
—¿Quién eres tú, pobre criatura, y de dónde vienes?
—Yo soy Pedro, papá y mamá me dejaran solo y se fueron ambos para el cielo. Mamá me dijo que los encontraría un día allá, con la condición de que fuese bueno y rezase siempre. ¿Pero dónde está este bendito cielo? ¡Hace tanto tiempo que estoy andando para encontrarlo!
—Ven conmigo, pobre pequeño, dijo el padre enternecido. Vamos juntos a buscar a tus padres.
El huerfanito se quedó entonces a vivir con el piadoso sacerdote, y junto a él se sentía menos infeliz. Sin embargo, su pensamiento continuaba fijo en el cielo.
—En fin, señor cura, preguntó un día. ¿Dónde está el cielo? ¿Por qué usted no me llevó todavía para allá, como prometió?
—Reza a Dios, hijo mío. Él es tan dadivoso que nos ayudará a encontrarlo.
Pedro dirigió, entonces, sus oraciones fervorosas al Altísimo. Nada era tan conmovedor como verlo de rodillas delante del altar, con las manitas puestas para rezar. Este era su lugar preferido, donde en el suave silencio del recinto sagrado sus tristezas se difuminaban.
Se aficionó de modo particular a una imagen de la Virgen Santísima que llevaba en los brazos al Niño Jesús.
Aquella imagen, esculpida en madera, era un trabajo muy antiguo y constituía una verdadera rareza. Tanto la Virgen María como Jesús tenían el rostro exageradamente delgado.
Delante de los dos, Pedro se sentía conmovido; en su inocencia imaginaba que Nuestra Señora era así tan delgada porque no se alimentaba. Le bastaba pensar que la Madre de Jesús pasaba hambre, que sus ojos se llenaban de lágrimas y lloraba de compasión.
Cierta mañana, a la hora del desaryuno, guardó para ella un pedazo de pan, y fue a depositarlo a los pies de la imagen, diciendo:
—Comed cuanto queráis y sin temor, oh buena Seóra, pues yo me siento contento de privarme de este pan para dároslo a Vos, que precisáis tanto de él. ¡Comed, que cuando hayáis acabado este pedazo, os traeré otro!
Después, él salió de la iglesia. Cuando volvió más tarde, no encontró el pan donde lo había dejado.
Satisfecho al ver que Nuestra Señora aceptaba su ofrenda, repetía la ofrenda todos los días, y todos los días el pan desaparecía. Sin embargo después de algún tiempo, Pedro observó que la Virgen continuaba delgada. Buscó al sacerdote y le contó el caso.
—¡Hace tanto tiempo que llevo mi pan a Nuestra Señora, y ella todavía está tan delgada! ¿Qué cree que pasa, padre? Creo que la Virgen está enferma; ¿no sería bueno que la examinara un médico?
—Pero la imagen de Nuestra Señora no puede comer tu pan, explicó sonriendo el cura.
—Pero, respondió Pedro con seriedad, yo le garantizo que ella come, porque el pan desaparece en poco tiempo.
El párroco, curioso, resolvió desvelar el misterio. Le dijo a Pedro que llevase el pan como de costumbre y se escondió en un rincón de la iglesia, desde donde podía vigilar la imagen y ver todo lo que pasaba sin ser visto.
Pedro acababa de salir de la iglesia y ésta estaba silenciosa y vacía. De pronto, oyó unos pasos muy leves. Un niño, pobremente vestido, fue a arrodillarse delante de la imagen. Sonrió, cogió el pan, lo besó y lo escondió debajo de sus harapos. En seguida, hizo la señal de la cruz y comenzó sus oraciones con recogimiento y fervor.
El sacerdote dejó entonces su puesto de observación y puso la mano en el hombro del niño. Sobresaltado éste, el pequeño imploró:
—¡Ah, señor padre! ¡Yo no soy ningún ladrón! Estoy aquí únicamente para buscar el pan que Nuestra Señora me da de regalo todos los días.
—¿Y cómo sabes que es la Virgen la que te da ese pan? Preguntó el párroco, intrigado.
—Pero padre, usted mismo enseña en el púlpito que Dios nunca deja de atender nuestras necesidades. Como soy muy pobre, no dejo de venir todas las mañanas a pedir a Nuestra Señora mi pan de cada día. Y todas las mañanas me oye, pues lo encuentro siempre aquí.
El bondadoso cura tuvo que esforzarse para no llorar por la profunda conmoción que le invadía el alma. El frescor de la fe que palpitaba en los corazones de aquellos dos niños le proporcionaba la ocasión de admirar tan bella obra de la providencia divina. Desde ese momento, el sacerdote comprendió que tanto Pedro como el otro niño pobre habían encontrado el camino del cielo. Y así llegó a entender más profundamente esas palabras del Señor: “Si nos os hacéis como niños no entraréis en el reino de los cielos” (Mt 18:3).