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El pudor cristiano, una virtud olvidada

Escrito por P. Carlos Prats. Publicado en Teología y Catecismo.

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En la predicación cristiana hay una serie de temas que son tabú, y precisamente por ello apenas si se escuchan hoy día. Temas como: la castidad matrimonial, el pudor cristiano, la gravedad de las relaciones prematrimoniales.… Eso no quiere decir que no sean temas importantes o que no sea necesario hablar de ellos.

Es un tanto arriesgado hablar del pudor en un momento en el que la sociedad parece hacer gala de haberlo superado. El pudor, tradicionalmente considerado como la hermana menor de la templanza, ha venido a reinterpretarse recientemente como un “condicionamiento social”; entendiendo con ello: “costumbre que tiene como fundamento la arbitrariedad del gusto o la espontaneidad de la manía”. Como se dice actualmente: “si las costumbres no tienen otro fundamento que los condicionamientos sociales arbitrarios, ninguna razón hay para conservarlas. Más aún, su supresión equivale a liberar a la sociedad de un prejuicio”. Examinemos pues estas afirmaciones y demostremos la falsedad de las mismas.

¿Qué es el pudor?

Lo podríamos definir como la tendencia y el hábito de conservar la propia intimidad a cubierto de los extraños.

En un sentido genérico se entiende por pudor la tendencia natural a esconder algo, para defenderse espontáneamente contra toda intromisión ajena en la esfera de la intimidad. En el lenguaje corriente se dice de una persona que no tiene pudor, cuando manifiesta en público afectos o sucesos reservados a la intimidad, o realiza públicamente actos que se consideran propios del ámbito familiar o estrictamente personal.

En su significado más específico, pudor es la cualidad, en parte instintiva y en parte fruto de una educación deliberada, que protege la castidad. En cuanto instintivo, es como un freno natural que surge espontáneamente en relación con todo lo que se refiere a lo sexual, incluso antes de que la voluntad inicie su función moderadora. Se distingue de la castidad, porque ésta, modera el impulso genésico; en cambio el pudor ordena más bien las miradas, los gestos, los vestidos, las conversaciones; es decir, todo un conjunto de circunstancias que están más o menos relacionadas.

Pío XII enseña que el sentido del pudor consiste “en la innata y más o menos consciente tendencia de cada uno a defender de la indiscriminada concupiscencia de los demás un bien físico propio, a fin de reservarlo, con prudente selección de circunstancias, a los sabios fines del Creador, por Él mismo puestos bajo el escudo de la castidad y de la modestia”.[1]

Es, por consiguiente, el hábito que pone sobre aviso ante los peligros para la pureza, los incentivos de los sentidos que pueden resolverse en afecto o emoción sexual, y las amenazas contra el recto gobierno del instinto sexual, tanto cuando estos peligros proceden del exterior, como cuando vienen de la vida personal íntima. No se confunde con la castidad, ya que tiene como objeto no la regulación de los actos sexuales conforme a la razón, sino la preservación de lo que normalmente se relaciona estrechamente con aquellos actos.

Aunque algunos niegan este carácter natural del pudor, afirmando que se trata sólo de un hábito adquirido como fruto de la educación, hay que decir, sin embargo, que los estudios antropológicos revelan la existencia del pudor en todos los pueblos, también en los primitivos.

El pudor, antes que carácter natural o cultural, tiene carácter estrictamente personal: el pudor es el modo según el cual la persona se posee a sí misma y se entrega a otra concreta. Es por ello que la supresión del pudor indicaría que la persona ya no es privada sino pública; o dicho con otras palabras, que ya no se poseería a sí misma.

A veces, la supresión del pudor es una manifestación de soledad; y precisamente con la supresión del pudor se busca la comunicación y la superación de la soledad en la anulación de la intimidad personal. Quizás podríamos encontrar aquí por qué las redes sociales como Facebook, Whatsapp, Twitter y similares se han desarrollado tan rápido en los últimos años.

Tampoco se confunde con la pudibundez, que es pudor desequilibrado o excesivo, causado muchas veces por una desacertada educación. Este pudor excesivo hace que falte la suficiente serenidad y dominio para proceder con razonable libertad y anchura de espíritu, dentro del recato personal y del respeto debido a los demás, sin olvidar la condición de la naturaleza caída y la rebeldía de la concupiscencia. Porque el pudor no debe dificultar la ejecución necesaria o conveniente de ciertos actos reservados a la intimidad individual (cuidados higiénicos, inspección médica, etc.), o admitidos comúnmente entre personas honestas (manifestaciones usuales de familiaridad y afecto en los saludos, etc.). El pudor, además de garantía y defensa de la castidad, tiende a mantener en segundo plano la animalidad en el ser humano, y a dar realce al elemento racional y espiritual.

El pudor está relacionado, por oposición, con lo impúdico, es decir, con aquellas manifestaciones que implican peligro de excitación sexual. Se llaman impúdicos aquellos actos, que, aun teniendo una relación de afinidad o de conexión con objetos impuros, son ambiguos en sí mismos, esto es, capaces de una interpretación y motivación diversos; y son propiamente impúdicos solamente cuando falta una interpretación y una causa honesta que los justifique. El mismo desnudo materialmente considerado puede ser honesto (si está requerido, p. ej., por motivos de salud) o impúdico (si está dictado por el deseo de exhibicionismo).

Como nos dice el Catecismo de la Iglesia católica: La pureza exige el pudor, que es parte integrante de la templanza. El pudor preserva la intimidad de la persona. Designa el rechazo a mostrar lo que debe permanecer velado. Está ordenado a la castidad, cuya delicadeza proclama. Ordena las miradas y los gestos en conformidad con la dignidad de las personas y con la relación que existe entre ellas. Por eso mismo, inspira la elección de la vestimenta. El pudor rechaza los exhibicionismos del cuerpo humano... Inspira una manera de vivir que permite resistir a las solicitaciones de la moda. Las formas que reviste el pudor varían de una cultura a otra. Sin embargo, en todas partes constituye la intuición de una dignidad espiritual propia del hombre. Nace con el despertar de la conciencia personal. Educar en el pudor a niños y adolescentes es despertar en ellos el respeto de la persona humana (CEC, nn. 2521-2524).

2.- Esencia del pudor

El pudor es un sentimiento natural, sabiamente puesto por el Creador en nuestra naturaleza, para que lo convirtamos, perfeccionándolo, en virtud; es decir, en poder, fuerza que perfecciona, protege y libera lo noble de nuestro ser. En sentido amplio, entendemos por pudor la reserva peculiar de lo íntimo, la tendencia natural a ocultar a la curiosidad de los extraños lo que pertenece a la intimidad de la persona o familia, para defenderlo de intromisiones inoportunas que desvirtuarían su valiosa esencia. Allí donde hay intimidad surge el pudor, pues, de por sí, la intimidad se recata, se reserva, se oculta en su propio misterio que al pasar a ser cosa de dominio público se desvanecería, quizá de modo irreparable.

Intimo equivale a personal. Hay cosas que sólo pueden manifestarse en la intimidad, precisamente porque están muy estrechamente vinculadas a lo más hondo de la persona, hasta el punto de identificarse de algún modo con ella. Al hacerse público, lo íntimo deja de serlo, se desvanece, se pierde como tal, y la persona si tiene consciencia de su propia dignidad, se siente violentada, como si algo precioso de sí misma se hubiera desgarrado y perdido.

La pérdida de las cosas íntimas equivale a la del dominio o señorío sobre uno mismo. El pudor es la tendencia natural a defender el dominio sobre lo más mío, es decir, no las cosas mías, que yo tengo, sino yo mismo, en ese valor que sólo tiene para mí y acaso para aquellas personas tan allegadas que podría decirse que son como una prolongación de mi yo.

Desvelar la intimidad, si no es en un ámbito precisamente íntimo, es como perderse a sí mismo. Se entiende así que, cuanto más rica es una personalidad, más intimidad posee, y por eso, el sentido del pudor es más fuerte. En cambio, las personas frívolas, carentes de calidad interior, son más fácilmente proclives a descubrir su intimidad. Aunque sean egoístas, no se aprecian en lo que valen y así no temen perderse ante las miradas igualmente frívolas de quienes se interesan por esas intimidades tan vacías e inconsistentes.

El pudor no es una enfermedad sino una señal de vigor espiritual. En parte es innato y en parte es fruto de una educación deliberada. Pues bien, aunque el pudor es defensa natural ante cualquier violación de la intimidad, tiene peculiar importancia como defensa ante la agresividad de índole sexual a la que la persona podría verse sometida fácilmente de no adoptar ciertas medidas indispensables de seguridad, dada la condición en que se halla la naturaleza humana en este mundo.

3.- La expresividad del cuerpo humano

Al encarnarse en la materia, el espíritu la eleva en posibilidades hasta entonces insospechadas. No hay antagonismo entre materia y espíritu, ambos son criaturas de Dios. Y al unirse sustancialmente en el hombre, la materia adquiere un nuevo modo de ser, tan nuevo, que no cabe hablar de continuidad entre el cuerpo del animal y el cuerpo del hombre[2]. En realidad quizá nunca vemos el cuerpo humano como simple cuerpo, sino siempre como una forma cargada de alusiones a una intimidad, a un mundo rigurosamente personal. En este caso, el cuerpo no es término de nuestra percepción, sino que él mismo nos transporta a un profundo más allá. Sucede que el cuerpo humano es lo que es: un cuerpo; y, además, expresa lo que no es: un alma.

El caso es que el alma consigue darse una cierta imagen de sí misma al modelar el cuerpo, e inscribe en él, poco a poco, su propia historia, por medio de la actitud general de sus miembros o el aspecto de su semblante… El rostro del santo y el del libertino reflejan dos mundos, y sin grandes esfuerzos de análisis adivinamos la santidad o el vicio sobre sus rostros.

El cuerpo, en efecto, puede llegar a ser completamente una imagen del alma, un signo de nuestro misterio personal. Recuerdo a un amigo que decía que el hombre, a los treinta años, es ya responsable de su cara. Quería decir con ello, que a esa edad, ha transcurrido el tiempo suficiente para que la persona haya plasmado su personalidad en el rostro. Y es que nuestro cuerpo desnuda nuestra alma, la anuncia, la va gritando por el mundo. El cuerpo ya glorificado en el Cielo, al hallarse en total armonía con el espíritu, lo expresará sumamente. En el actual estado de nuestra naturaleza caída, la expresividad del cuerpo humano ha sufrido una disminución considerable. Sin embargo, el rostro sigue siendo singularmente expresivo.

Sin embargo, algunas de las partes del cuerpo poco o nada expresivas, poseen un alto poder significativo, están diciendo: placer; y esto es lo único que por sí mismas dicen al hombre de carne y hueso, que anda arrastrando los desórdenes introducidos en la naturaleza humana por el pecado original. Pues, aunque muchos quieran olvidarse, es patente que todo hombre aterriza en este mundo con ese pecado a cuestas, con evidente desorden en las pasiones, con la mirada en cierto modo oscurecida, con una especie de embotamiento para las cosas del espíritu desmesuradamente inclinado a las materiales.

4.- Metafísica del pudor

El pudor en cubrir el propio cuerpo significa que el propio cuerpo se tiene en posesión, que no está a disposición de nadie más que de uno mismo, que no se está dispuesto a compartirlo con todo el mundo y que, por consiguiente, se está en condiciones de entregarlo a una persona o de no entregarlo a nadie.

Si el sexo se asume desde una perspectiva personal para entregarlo a otra persona (o incluso a Dios), entonces el pudor tiene sentido. Si el sexo no se asume desde una instancia personal, entonces también es un factor de comunicación, pero no de comunicación de personas sino de naturalezas, de fusión y disolución de los individuos en el gran flujo cósmico (panteísmo). Entonces, el pudor carece de sentido porque la intimidad personal ha quedado disuelta y difuminada.

Desde las perspectivas del comunitarismo, del marxismo y del positivismo, la intimidad es negada rotundamente. Desde el existencialismo nihilista, la intimidad es interpretada como un núcleo de negatividades que debe ser superado. En cualquier caso, y teniendo en cuenta que estas ideologías, o bien actúan como presupuestos configuradores de la mentalidad del hombre contemporáneo, o bien son reflejos de dicha mentalidad, resulta lógico que el pudor carezca de sentido para una buena parte de los hombres de hoy.

Si la intimidad personal está disuelta, el ateísmo es inevitable, porque el encuentro con Dios se realiza siempre en el centro mismo de la intimidad personal. La supresión del pudor es un signo de nuestro tiempo porque implica la supresión de la intimidad: la masificación, la disolución de la persona.

Siendo el pudor algo innato en buena parte, consustancial a la naturaleza humana y presente en los humanos de todo tiempo y lugar, no puede en modo alguno considerarse un mero fruto de condicionamientos sociales, ni puede pensarse que sería un triunfo eliminarlo, como tampoco lo sería eliminar las ganas de comer. Resulta un desatino llamar represión, al cumplimiento de las normas que dicta el pudor. La represión letal viene dada por esas campañas que lo ridiculizan, tratando de acomplejar así a quienes todavía creen en su dignidad de hombres o mujeres que están en posesión de un cuerpo personal creado al servicio de la persona entera.

5.- La hipótesis del “acostumbramiento”: su falsedad y sus peligros

Es una hipótesis más que dudosa la consabida del acostumbramiento, según la cual, el hábito de contemplar el desnudo más o menos total, zanjaría la posibilidad de la reacción erótica a no ser que mediara una intención perversa. Así han surgido nuevas pedagogías que pretenden educar a las nuevas generaciones poniendo a los adolescentes en ocasiones de pecar para que se acostumbren al estímulo, se curtan y superen de este modo los peligros de la pubertad. Estos métodos — que se practican incluso en ambientes católicos — podrían calificarse de ingenuos si no fuesen prácticamente heréticos, pues, al menos en la práctica, niegan el dogma del pecado original y las consecuencias que de éste se derivan.

No se puede negar que los usos y las costumbres sociales cambian dentro de ciertos límites las leyes del pudor. Sin embargo no es menos cierto que siempre hay un límite real entre lo decente y lo indecente, se reconozca o no. Una persona que se esfuerza por vivir con dignidad, distingue sin gran esfuerzo la modestia de la inmodestia, y el pudor de la desvergüenza.

Los usos sociales relativizan hasta cierto punto las leyes del pudor, pero sólo hasta cierto punto. Lo que es del todo imposible es que sea eliminado el pudor sin que las consecuencias nocivas se dejen sentir muy pronto en toda la vida de la persona y de la sociedad. Porque, aun en el supuesto de que los atuendos playeros — o de otro tipo — al uso, no provocaran de hecho numerosos pecados, ese modo desenfadado de comportarse con el propio cuerpo como si no exigiera protección alguna del pudor, crea un clima de naturalismo intrascendente que va cerrando cada día más a los valores espirituales y a Dios.

Por otro lado, al acostumbrarse a ir con la casi totalidad del cuerpo desnudo en lugares que ciertamente la situación psicológica requiere brevedad de ropa, cuando la preocupación por el pudor es nula, difícilmente surgirá el sentido del pudor en los lugares en los que, sin lugar a sutiles disquisiciones, su ausencia desencadena irremediablemente la lujuria. Por tanto, si, por ejemplo, para practicar un deporte es conveniente abreviar el vestido, no por ello cabe despreocuparse del pudor. Porque si uno no se preocupa ahí, poco a poco se irá despreocupando de él cualquiera que sea la situación en que se encuentre: se reprimirá cada vez más el sentido del pudor, hasta que su voz sea poco menos que imperceptible, del mismo modo que uno puede acostumbrarse al fraude, al robo y hasta al asesinato, lo cual no es precisamente un bien para la persona ni para la sociedad…

En el enorme y vivo engranaje que constituye la vida social, cada pieza debe estar bien ajustada en el lugar que le corresponde, de lo contrario todas las relaciones sociales se van desquiciando, o se resienten al menos del desajuste particular. El pudor es una pieza, que puede parecer insignificante, pero de ella depende en gran medida el control de los impulsos sexuales, los cuales, una vez desbocados, convierten a los hombres en bestias salvajes, depredadores o apresados, esclavos, porque en la selva no hay libertad ni cosa parecida; allí impera la ley del más fuerte y esa ley no parece ser la más adecuada a la justicia de que tanto se blasona, y mucho menos a la caridad verdadera, de la que tan escasos andamos. Esta conexión que acabo de sugerir, entre la procacidad, salvajismo y las más importantes lacras que padece hoy nuestra sociedad, es muy real y convendría reflexionar sobre ello.

Hace unos días, un compañero sacerdote, cuando supo que estaba preparando este escrito me comentó una historia que él conocía y que refleja muy bien esta falacia del acostumbramiento. La historia dice así:

Hace unos años fui a una conferencia dada por una experta feminista con el título: “La supresión del pudor”. Cuando la señora acabó, hizo una ronda de preguntas. Como se podrán imaginar, la mayoría de esas preguntas estaban pactadas. Al final, después de varios intentos fallidos conseguí colar mi pregunta:

-Usted perdone, señora X. ¿Me permitiría acercarme al estrado donde usted se encuentra?

La señora no puso obstáculo alguno.

Una vez que llegué, subí al estrado y le dije:

-Por favor, ¿puede usted subir la mano izquierda? - A lo que la señora X accedió sin problema.

Después le dije:

-¿Y puede subir ahora la mano derecha? - Y así lo hizo.

En un descuido de la buena señora, le levanté la falta ante el ¡Ooohh! generalizado de toda la concurrencia. En esas, que la buena señora se volvió hacia mí con violencia y me dijo:

-¡Marrano! ¿En qué está pensando usted? ¡Un poco de respeto!

A lo que yo le respondí:

-Ve usted señora como el pudor sí existe.

La señora X se puso toda roja y yo me volví tan “pancho” a mi asiento. No sé si convencí a alguien, pero al menos los hechos demostraron que esa señora que tanto pregonaba el fin del pudor, todavía se sonrojaba cuando alguien atacaba su intimidad.

Pero al interlocutor impermeable, acaso le quede bailando todavía en la cabeza la vieja idea de que todo es cuestión de condicionamientos sociales, convencionalismos, costumbres, patrañas o prejuicios religiosos. Si el niño se acostumbrara a ver gentes sin más abrigo que la epidermis, la lujuria no se apoderaría de él cuando alcanzara la edad adulta, y la sociedad — continúan los naturalistas –, como sucede en los países avanzados, sería más pura; la pornografía no escandalizaría a nadie; la liberación del sexo, además, evitaría complejos innecesarios y, de la salud psíquica del individuo, se derivaría la deseada sociedad libre, paradisíaca, insensible e indiferente a lo que hoy nuestra mojigatería convierte en tentación y pecado… Según ese punto de vista que acabo de describir, habría que felicitarse por el hecho de que la televisión, el cine, la prensa, presenten a todos los públicos esas imágenes consideradas por millones de personas inoportunos excitantes. Frente a esto ha escrito José Miguel Pero-Sanz:

“Tampoco estoy muy seguro de que semejante abundancia traiga consigo una insensibilidad, una indiferencia. Cuestiones tales como la anticoncepción, los embarazos extramatrimoniales, el aborto, etc., no parecen haber desaparecido de una sociedad en la que, teóricamente, todos estaríamos curados de espanto ante cualquier provocación. Ustedes han oído como yo, mil veces la historia esa del cambio de costumbres y de la sensibilidad. Lo que, sin embargo, no he oído es que, a consecuencia de ese “acostumbramiento”, resulte hoy más fácil la virtud de la castidad”.

6.- La relación entre la falta de fe y la falta de pudor

La disminución o la pérdida del pudor no es en modo alguno un fenómeno aislado y en cierto modo insignificante. El mismo San Pablo ya nos hablaba de esta triste realidad a principios de nuestra era:

“Los hombres paganos, alardeando de sabios se hacen necios, y dan culto a la criatura en lugar de dar culto al Creador, que es bendito por los siglos. Por eso Dios los entrega a los deseos de su corazón, y vienen a dar entonces en todo género de impureza, impudor y fornicación, hasta el punto de que, perdiendo toda vergüenza, se glorían de sus mayores miserias” (Rom 1: 18-32).

La apostasía y falta de pudor han crecido en los últimos tiempos de forma simultánea. En los mismos tiempos y en las mismas regiones del mundo cristiano, se ha desarrollado la avidez desordenada de gozar de esta vida, el rechazo de la Cruz y de la vida sobria y penitente, la aceptación de las ideologías y de las costumbres mundanas, el alejamiento de la Misa dominical y de la Confesión sacramental, la escasez o la ausencia de hijos y de vocaciones, la debilitación o la pérdida de la fe, así como una erotización morbosa de la sociedad.

Se va formulando en los últimos decenios un cristianismo naturalista, en el que, negando o silenciando el pecado original, se estima posible para la humanidad una vida sana y feliz al más puro estilo pelagiano. No es, pues, necesaria la Gracia, pues basta con la naturaleza. No es necesaria la Sangre de Cristo; basta con su ejemplo. Negar la vergüenza de la desnudez (Apoc 3:18) procede de la apostasía o conduce a ella. Negar la vergüenza de la desnudez y afirmar su licitud viene a decir, en un lenguaje implícito sumamente elocuente, que el pecado original es un cuento.

Por eso, es normal que la sobriedad en todo, la modestia y el pudor, caractericen siempre el estilo de la vida cristiana. Como también es normal que el impudor y  la avidez desordenada de todos los goces temporales, lícitos o no, caractericen a quienes tienen el corazón puesto en las cosas de la tierra (Fil 3:19).

El pecado ha perturbado la razón, la sensibilidad, los sentimientos, los afectos, la persona entera. En ella se mezcla todo con la soberbia, el egoísmo, la lujuria, y con los demás gérmenes de los pecados capitales. Ya nada es puro en el vivir humano.

El católico progresista entiende como una conquista irrenunciable la vuelta del pueblo cristiano al impudor nudista del paganismo. Echa a un lado despectivamente aquella tradición cristiana del pudor, y no vacila en pensar que todos aquellos antiguos cristianos -muchos de ellos grandes santos- estaban equivocados. Según esto, la historia del pudor cristiano vendría, pues, a ser la historia de un gran error de la Iglesia, del que ésta sólo ha podido librarse en la segunda mitad del siglo XX, cuando los cristianos progresistas, felizmente, se abrieron mucho más al influjo del mundo pagano.

7.- La falta de pudor lleva a la incapacidad para amar

Se comprende lo que dice Don David en los Cuentos para después del baño de Camilo José Cela[3]:

¡Aquellos eran amores, don Camilo José! ¿Cómo quiere usted hacerme creer que los jóvenes de ahora pueden quererse con el mismo santo cariño con que se quisieron sus padres? No, imposible de todo punto. ¡Aquellos eran otros tiempos! Una mirada, una sonrisa, ¡no digamos un beso!, colmaban la felicidad del más exigente de los amantes. Hoy, ¡ya ve usted! ¿Qué ilusión pueden tener esos jóvenes de ambos sexos que se pasan la mañana retozando medio en cueros por la arena de la playa?

Acostumbrados a lo impersonal, absorbidos por ello, ¿cómo van a jurarse amor eterno?, ¿cómo no van a ser infieles el uno al otro en el momento en que la atracción física desaparezca, o surja en otro lugar otra más estimulante aunque de idéntica índole?

En efecto, si el pudor es la reserva peculiar de lo íntimo; si es requisito indispensable para que el yo, la persona, se conserve para sí en toda su riqueza; si la procacidad diluye el carácter personal de las relaciones humanas, entonces cabe concluir, la fe está perdida: Si la intimidad personal, está disuelta, el ateísmo es inevitable, porque el encuentro con Dios se realiza siempre en el centro mismo de la intimidad personal. ¿Cómo va a tratar a Dios quien se halla habituado a tratar de un modo prácticamente impersonal a sus semejantes e incluso a sí mismo?

En teoría, se puede frecuentar una playa donde la indumentaria general sea máximamente breve, sin cometer allí pecados actuales de lujuria. Pero la intimidad personal va perdiendo fuerza, vigor, estima, y en esa medida, enflaquecida la vida interior, se dificulta más y más la relación con Dios, que habría de ser cada vez más íntima y personal. Por lo demás, perdido el pudor, las sanas costumbres, la delicadeza en el trato entre unos y otras se pierde también; y la conducta, cuando no se ajusta a la fe, la erosiona hasta el punto de poder eliminarla por completo (Sant 2:17).

En principio, pues, exceptuando las circunstancias en que la pasión queda vivificada por el espíritu (el amor limpio del matrimonio) o por el dolor (la curación de la enfermedad), el desvelamiento de cierta partes de la anatomía humana, es, para el hombre o la mujer, una manera de despersonalización voluntaria, y una grave falta de respeto a la dignidad personal y a la personal dignidad de los demás. Es como bajar a un nivel infrahumano hasta reducirse al estado de cosa y objeto, instrumento de mero placer sensual. En fin de cuentas, prostitución, aunque no tenga lugar el consabido comercio carnal, pues hay muy diversas formas de prostituirse, y no es la menos grave la que resulta de convertirse a uno mismo en porno-manifestación, para todo el que pase por delante.

En la actualidad muchas playas, piscinas, etc., se han convertido en auténticos prostíbulos, en los que, insensatamente, sobre todo la mujer, desde su adolescencia, se prostituye al convertirse en cómplice de incontables pecados que, por lo demás, van contaminando la atmósfera espiritual que la humanidad respira. Muchas son arrastradas como juguetes por la moda, dictada tiránicamente, que se aprovecha en esos casos tanto de los bajos instintos como de la estupidez humana, por el qué dirán, por la frivolidad, la vanidad, etc., y ellas no se dan cuenta del daño que están haciéndose a sí mismas y a la sociedad.

8.- Dimensión moral del pudor

Por lo demás, es preciso también recordar lo que dijo en cierta ocasión el Señor: “El que mira a una mujer deseándola, ha cometido ya adulterio con ella en su corazón” (Mt 5:28). En la mirada está ya el adulterio, sin que aparentemente haya pasado nada.

El pudor es, pues, defensa natural ante la posible mirada sucia, furtiva, que quisiera convertir el cuerpo humano en instrumento de egoístas satisfacciones. Es también contrapeso de la concupiscencia que no requiere extraordinarios estímulos para desbordarse y anegar la pureza de alma y de cuerpo

El pudor pone sobre aviso ante los peligros para la pureza, los incentivos de los sentidos que pueden resolverse en afecto o emoción sexual extemporánea, y las amenazas contra el recto gobierno del instinto. De esta suerte, el pudor actúa como moderador del apetito sexual y sirve a la persona para desenvolverse en un clima propiamente humano, en el que el espíritu señorea sobre todo lo demás.

Como decía Pío XII: “El pudor advierte el peligro inminente, impide exponerse a él e impone la fuga en determinadas ocasiones. El pudor no gusta de palabras torpes y vulgares, y detesta toda conducta inmodesta, aun la más leve; evita con todo cuidado la familiaridad sospechosa con personas de otro sexo, porque llena plenamente el alma de un profundo respeto hacia el cuerpo que es miembro de Cristo (cf. 1 Cor 6:15) y templo del Espíritu Santo”.[4]

El pudor no constituye fuerza alguna represiva, a no ser para aquellos que toman la lujuria como fuerza y no como debilidad.

9.- Sentido cristiano del vestido: la moda

En el relato bíblico de la Creación del Génesis, Adán y Eva, antes de ser pecadores, estaban ambos desnudos, sin avergonzarse de ello, pues en alma y cuerpo eran santas imágenes de Dios. Pero una vez degradados por el pecado, sus sentidos se rebelaron contra el dominio de la libre voluntad, experimentaron  la vergüenza de la desnudez (Ap 3:18) y trataron ellos mismos de taparse de algún modo.

De este modo, la pérdida del vestido de la gloria divina pone de manifiesto no ya una naturaleza humana desvestida, sino una naturaleza humana despojada, cuya desnudez se hace visible en la vergüenza. El vestido, ese velamiento habitual del cuerpo, que Dios impone al hombre y que incluso éste se impone a sí mismo, viene a ser para el ser humano un recordatorio permanente de su propia condición de pecador. Y al mismo tiempo, el vestido es para el hombre una añoranza de la primera dignidad perdida, un intento permanente de recuperar aquella nobleza primitiva, siquiera en la apariencia.

La tradición unánime cristiana exige, pues, el velamiento habitual del cuerpo humano, al mismo tiempo que reprueba su desnudez como algo malo y vergonzoso. Fue la fe la que reveló a los cristianos la dignidad de su propio cuerpo y la belleza del pudor y de la castidad.

Lo que hizo conocer a los neo-cristianos la dignidad sagrada de sus cuerpos fue, sin duda, la conciencia de ser miembros de Cristo, y por eso mismo templos de la santísima Trinidad. Esta dignidad, por otra parte, se les hizo también patente gracias a la fe en la resurrección de los cuerpos, destinados éstos a una glorificación celestial en la otra vida.

En la historia de la Iglesia naciente, el desarrollo social del pudor y de la castidad, así como de la virginidad y del sagrado matrimonio monógamo, constituye uno de los capítulos más impresionantes. El Evangelio, en efecto, teniéndolo todo en contra, vence al mundo y crea en todos esos valores una nueva civilización.

En la literatura de los Santos Padres quedan huellas frecuentes de este asombro que en los paganos causaba el pudor de las mujeres cristianas, y la admiración que en muchos casos suscitaba la belleza de la castidad. No parece excesivo afirmar que el testimonio cristiano de la castidad y del pudor fue una de las causas más eficaces de la evangelización del mundo greco-romano, que en gran medida ignoraba esas virtudes.

Los cristianos han de vestir con dignidad, modestia y espíritu de pobreza, como corresponde a quienes son miembros consagrados del mismo Cristo. Con frecuencia, sin embargo, gastan en vestidos demasiado dinero y demasiado tiempo; aceptan modas muy triviales, que ocultan la dignidad del ser humano; y no pocas veces, se autorizan a seguir, aunque un pasito detrás,  las modas mundanas, también aquéllas que no guardan el pudor, alegando: “somos seglares, no frailes o monjas”. De esta triste manera, siguiendo la moda mundana, que acrecienta cada año más y más el impudor, aunque siguiéndola algo detrás, se quedan tranquilas porque no escandalizan; como si esto fuera siempre del todo cierto, y como si el ideal de los laicos en este mundo consistiera en no escandalizar. Por lo demás, no les hace problema de conciencia asistir asiduamente con su decente atuendo a playas y piscinas que no son decentes.

Los laicos de todo tiempo, por muy seculares que quieran ser y conservarse, no son de este mundo, como Cristo no es de este mundo (Jn 15:19; 17:14.16). Son personas consagradas por el bautismo, por la confirmación, por la eucaristía, por el sacramento del matrimonio, por la inhabitación de la Santísima Trinidad, por la comunión de gracia con los santos y los ángeles. ¿Cómo deberán usar ellos, estando en el mundo, de las modas y costumbres, de los espectáculos y medios de comunicación mundanos, si de verdad quieren ser santos?

El alma que aspire seriamente a santificarse huirá como de la peste de toda innecesaria ocasión peligrosa. Renunciará sin vacilar a espectáculos, revistas, playas, amistades o trato con personas frívolas y mundanas que puedan serle ocasión de pecado. Por la calle extremará la modestia de sus ojos para no tropezar con la procacidad de los escaparates, la inmodestia descarada en el vestir, la licencia desenfrenada de las costumbres.

Cuando el pudor se ausenta de la moda, ya no puede hablarse de elegancia, sino de grosería. Cuando se quebrantan las leyes del pudor, el vestido no hace más que centrar la atención en lo menos original que tiene el cuerpo, lo menos personal; y, entonces, es sencillamente una estupidez hablar de elegancia o de personalidad. En el fondo todo el mundo sabe, aunque a menudo no quiera reconocerlo, que es una hipocresía hablar de la belleza o de la elegancia de una persona que desprecia las leyes del pudor, mostrando en público lo que es esencialmente íntimo.

El pudor es la afirmación de la soberanía del espíritu, la justa exaltación de la personalidad humana.

Por la falta del pudor, el cuerpo — y también la persona a la que pertenece — se convierte en cosa de nadie por lo mismo que es cosa de todos. Y entonces, puede decirse con todo el rigor popular de la expresión, que esa persona, de tal guisa abandonada, es una cualquiera.

10.- El pudor y la mujer

Si se quiere “promocionar” a la mujer hacia todas las posiciones de las que es digna en la sociedad, lo primero que hace falta es vestirla, alargar esas faldas que no se sabe si son faldas cortas o cinturones anchos. Vestirla con sencillez y elegancia, lo cual supone atenerse, antes que nada, a las leyes fundamentales del pudor y de la modestia.

El esfuerzo de hacerlo vale la pena, porque hay algo en el aspecto y en la actitud de una mujer sensata que permite a la mirada del hombre, descubrir en ella ese más que es el alma, la persona y eso que llamamos personalidad; una vida interior impalpable, pero rica y, por ello, incontenible, que se traduce al exterior en mil detalles que apenas se perciben en su individualidad, pero que crean en el ambiente un no se sabe qué que alcanza los estratos más hondos de la persona, hasta el punto donde se descubre esa imagen de Dios que es la mujer, como lo es el hombre.

Hace un tiempo leí: “si la mujer pierde el pudor, rompe su propio e integral misterio: aquello precisamente que le permitía ser más que cosa, es decir, persona, algo esencialmente misterioso e inagotable y de alguna manera eterno e infinito. De este modo cierra las puertas al amor, que sólo es capaz de brotar en un acto, en un momento, en un clima de pudor. No es posible hablar de amor que no haya tenido este origen maravilloso”.

El pudor mantiene también el misterio que es esencial a la mujer. No hay que olvidar que lo que no es misterioso no es capaz de ofrecer un interés duradero. Las cosas captan la atención cuando presentan al hombre algún enigma. Cuando éste se desvanece, se pasa a otra cosa y aquello se olvida. Una mujer sin pudor es una cosa agotable y quizá ya agotada, sin misterio.

Al principio, cuando se destapa el cuerpo, parece que la poderosa esencia femenina lo inunda todo y la que tiene poco seso en la mollera piensa que ha ganado en feminidad. Pero todo el mundo advierte que aquel es un cuerpo sin alma. Y ¿qué es una mujer sin alma? ¿Qué es una mujer des-almada? ¿Dónde está? ¿A dónde se fue su femineidad? Ha perdido estúpidamente lo mejor de sí misma: ha vendido su alma al diablo. El aroma de su verdadera y poderosa esencia se ha desvanecido para siempre y ya no queda más que un tarro vacío, sin esencia ni nada.

Con un poco más de seso en la cabeza, esa misma mujer hubiera podido hermosearlo todo con su presencia, con su alma enriquecida por el cultivo de las virtudes humanas y las más específicamente cristianas; y las más puras características de su esencia hubieran asomado encantadoramente en sus ojos, en su sonrisa, en su gesto, en su porte. Pero un cuerpo sin alma se pudre y lo pudre todo, porque, sin alma, el cuerpo es un cadáver en trance de putrefacción.

Si la mujer, en el sentido apuntado, pierde su alma ¿qué será del alma del mundo, de la humanidad toda? ¿Qué será del hombre, si la mujer deja de ser la guardiana y defensora de lo más íntimo, de eso tan íntimo y personal que es ella misma? ¿Cómo pretende dejar de ser contemplada como objeto, si ella misma se presenta como tal? ¿Por qué se queja, entonces? ¿Por qué lee revistas y asiste a espectáculos en los que la mujer no es más que una cosa, un mero instrumento de lujuria, un trapo sucio y detestable cubierto de quincallas y oropeles? ¿Cómo es posible que consienta en ser cómplice de bastardos intereses masculinos? ¿Por qué no se valora más a sí misma de verdad, con hechos más que con palabras?

11.- El pudor nos ayuda a evitar las ocasiones próximas de pecado

A lo dicho hasta aquí acerca del pudor convendrá añadir, aunque sea brevemente, la doctrina católica sobre la obligación moral de evitar a uno mismo y a los otros las innecesarias ocasiones próximas de pecado.

Es una doctrina que viene directamente de Cristo. El Maestro enseña: “si tu ojo te escandaliza, sácatelo y arrójalo de ti, porque mejor te es que perezca uno de tus miembros, que no que todo tu cuerpo sea arrojado a la gehena” (Mt 5: 28-29). Y lo mismo dice de la mano y del pie (5:30; 18: 8-9). Enseña, pues, Cristo que la vista, el alma y todos sus sentidos deben ser guardados de la tentación o bien por el recogimiento de la modestia o bien, simplemente, por la evitación de estímulos negativos innecesarios.

Si se quiere conservar una mirada limpia que permita ver las cosas en puridad — y guardar incontaminado nuestro espíritu –, se hace preciso seleccionar, en lo que cabe, los objetos de nuestra mirada. Debemos guardarla, reservarla para lo que enriquece el alma, guardarla bien. Si tu ojo fuere sencillo, todo tu cuerpo estará iluminado, dice Dios. Si tu ojo es sencillo — libre de extrañas mixturas –, si tu ojo es puro, todo tu cuerpo estará lleno de luz, serás puro. ¡Grandes palabras! Palabras que nos instan a cuidar nuestra mirada y guardarla como se guarda un tesoro, como ha de guardarse el alma, que es, en rigor, la que mira, la que fluye a través de sus ventanas. ¡Que no se pierda! ¡Que no se diluya en lo sórdido! ¡Que no se embrutezca! Debe ser limpia el alma, pura, que es de Dios.

Se entiende ahora lo que quieren decir los escritores espirituales, cuando nos recomiendan guardar la vista. Guardar la vista es tanto como guardar el alma para nosotros mismos, para nuestros semejantes, y — lo que más importa — para Dios.

Todo cristiano debe evitar tajantemente las ocasiones próximas e innecesarias de pecar, y debe sentir al mismo tiempo un verdadero horror a escandalizar, es decir, a ser para otros, ocasión próxima de pecado. En esta cuestión del escándalo la palabra de Cristo es terrible: “al que escandalizare a uno de estos pequeños que creen en mí más le valiera que le colgasen al cuello una piedra de molino de asno y le arrojaran al fondo del mar. ¡Ay del mundo por los escándalos! Porque no puede menos de haber escándalos; pero ¡ay de aquel por quien viniere el escándalo!” (Mt 18: 6-7).

La vanidad, no solo la lujuria, está directamente relacionada con la falta de pudor. De hecho, en los últimos decenios, los ayunos cuaresmales, destinados a preparar los espíritus para participar en la Pasión y Resurrección del Señor, han casi desaparecido; pero van siendo sustituidos por los ayunos primaverales, ordenados a que los cuerpos luzcan mejor en las playas y piscinas durante el verano. Es un síntoma más de la paganización creciente del cristianismo.

Y la disminución o pérdida del pudor trae consigo normalmente una debilitación de la castidad en el uso de la televisión, de internet y de los espectáculos; en las modas y costumbres, así como en la conducta de niños y muchachos, jóvenes y adultos. Ahora bien, esos mismos pecados contra el pudor, hacen muy difícil la oración y el trato con Dios; acrecientan la vanidad, la soberbia y el egoísmo; reducen, por la pereza y el culto al placer, el amor a la cruz, la abnegación propia y la caridad hacia el prójimo. En una palabra, causan muy grandes males en la vida del cristiano.

De hecho, el impudor en las modas y costumbres, en playas y espectáculos, al menos como un fenómeno social generalizado, ha ido siempre unido a otros fenómenos sociales negativos; ha coincidido con un aumento del divorcio y del adulterio, de embarazos de adolescentes, de las prácticas homosexuales y de la lujuria en todas sus modalidades. Incluso entre cristianos practicantes y religiosos, se va generalizando una aceptación de la pornografía blanda –revistas, uso de internet, programas de televisión, etc.-, al principio con alguna resistencia, después ya sin mayores problemas de conciencia.

12.- La educación en el pudor

En lo que tiene de virtud, el pudor ha de crecer con el progreso de la vida moral y del ejercicio de la castidad. Sin renunciar a una serenidad de mente y familiaridad de afecto humano, limpias de pasión, que saben practicar la convivencia de sexos con santa libertad recatada, dentro del plan divino, no se deben aprobar ni el naturalismo nudista, ni las ventajas atribuidas a una iniciación y educación sexual en plan naturalista; ni una familiaridad poco controlada o vigilada entre los sexos, a título de combatir el tabú e integrar la sexualidad en la persona.

El pudor advierte los peligros, previene las ocasiones, aleja la inmodestia, evita las familiaridades sospechosas, infunde reverencia al cuerpo propio y ajeno, miembros de Cristo y templos del Espíritu Santo.

Siempre será válida la sabia norma de la experiencia cristiana y de la vieja pedagogía, que en la educación y conservación del pudor se ha de proceder sobre todo por vía indirecta. Es desastroso afrontar riesgos y poner a prueba la castidad, para "vigorizarla" y hacerla más "auténtica", según han dicho algunos. Una atmósfera familiar sana, una convivencia abierta y cordial, pero digna y prudente, entre los sexos, en el círculo de los parientes, amigos y vecinos, una iniciación sexual adecuada y sin reticencias, prudentemente dosificada al ritmo de la necesidad del niño, un acostumbrar a proceder con naturalidad en el respeto del propio cuerpo, una insistencia en formar responsablemente la conciencia para asumir los deberes según la importancia y urgencia de los mismos, sin hacer de la castidad el problema central de la adolescencia y el mandamiento primordial de la vida cristiana, un ambiente moral que prepare contra cualquier forma de degradación y fomente la vida cristiana de piedad y sacramentos, viviendo la entrega personal a Jesucristo y a la Virgen Santísima, son las mejores garantías de un pudor sanamente cultivado en beneficio de la pureza de vida.

Recordemos que también se pueden quebrantar las leyes del pudor sin mostrar siquiera un centímetro de epidermis. Basta, por ejemplo, usar una talla menor a la que corresponde; resaltar o remarcar de un modo u otro aquellas unidades anatómicas que llamábamos más impersonales e inexpresivas de lo que la persona en el fondo es; ceñir blusas, camisas, faldas, pantalones…

De otra parte, todo el mundo sabe que un levísimo gesto intencionado puede desencadenar una tempestad. Hay que estar, por tanto, en los detalles del atuendo y del gesto. El pudor, como toda virtud, estriba de ordinario en pequeñas cosas, en las que hay que estar tanto como en las grandes: “quien es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho” (cf. Lc 17:10).

Sobre todo cuando el sentido común se enriquece con el sentido sobrenatural, resulta fácil saber cómo adecuar el atuendo, el gesto, la postura a cada circunstancia y descubrir aquellos rasgos de la moda que no se ajustan al aspecto que debe ofrecer la persona en cada situación.

El pudor, hemos dicho, es un sentimiento natural, pero requiere una delicada educación, como acontece con tantas otras cosas. Nadie duda de que robar es transgredir una ley natural y divino positiva. Sin embargo hay que enseñar a los niños a no apoderarse de lo ajeno y, cuando esto se hace, nadie medianamente sensato piensa que se comete un atentado a la libertad del niño, ni que se le va a crear un trauma, sino que se está ayudando a la naturaleza y a la persona a conseguir sus propias metas, a la realización de sus más altas posibilidades. Pues bien, decir que el sentido del pudor debe ser educado, y que requiere un cierto esfuerzo de atención, y en ocasiones lucha ascética, pasar más o menos calor, etcétera, no es negar su índole natural, sino más bien todo lo contrario: es afirmar que la traición a ese sentido es traición a la naturaleza, y no cabe duda de que, cuando la naturaleza se encuentra traicionada, se venga siempre y el traidor lo paga caro.

Bibliografía

Para aquéllos que deseen profundizar en este tema pueden hacerlo revisando esta bibliografía:

Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, IIa-IIae, q. 144 y q. 169;

Pío XII, Encíclica Sacra virginitas, AAS 46 (1954) 161-191.

Choza, Jacinto; La supresión del pudor y otros ensayos, Eunsa, 1980.

Iraburu, José María; Pudor y castidad, Fundación Gratis Date, Pamplona.

Orozco, Antonio; http://www.teologoresponde.org/el-pudor-defensa-de-la-dignidad-personal/

Orozco, Antonio; El pudor, Mundo Cristiano, folleto n. 221.

Enciclopedia GER, voz “pudor”.

[1] Pío XII, Discurso 8-XI-1957: AAS 49, 1957, 1013.

[2] Las tesis evolucionistas son insuficientes al llegar a la formidable novedad que es el ser humano si se compara con el resto de criaturas más o menos semejantes por lo que al aspecto externo se refiere. Sobre todo cuando uno no se limita a ver sino que mira y reflexiona sobre lo que acontece en el hombre y lo que sucede en la vida animal, observa diferencias tan hondas que la semejanza palidece ante la desemejanza. Y la razón llega a comprender lo que la fe católica afirma: hay en el hombre algo más, algo nuevo y superior en el cuerpo del hombre; algo que sólo puede ser creación directa de Dios: el alma espiritual, que al ser infundida en una materia, ésta queda transfigurada.

[3] Camilo José Cela, “Cuentos para leer después del baño”. Don David es un personaje de este cuento.

[4] Pío XII, Encíclica Sacra virginitas, n. 28.