Confesionarios vacíos
Hace unos días me decía un sacerdote anciano: “Cuando yo era joven podía confesar continuamente y no me cansaba. Ahora para confesar a siete personas necesito por lo menos una hora”. Y yo, también sacerdote, aunque bastante más joven le respondía: “Pues yo para confesar a siete personas necesito por lo menos quince años”. ¡Quince años! Me respondió. ¡Sí, quince años! Pues nunca viene nadie a confesarse.
Hace unos meses fui nombrado párroco de una nueva iglesia, y como es habitual en mí, media hora antes de cada misa, ya sea de diario o dominical, me siento en el confesionario. Pero cuál fue mi sorpresa cuando vi que nadie acudía a la confesión. Varias semanas después hablé en una de las homilías de la necesidad de confesarse y ponerse en paz con Dios. Acabada la Misa se me acercó una viejita que me dijo: “Padre eso de confesarse está bien, pero el sacerdote anterior nos daba la comunión así no más. Nunca nos habló de que teníamos que confesarnos, y menos todavía, nunca lo vimos a él sentado en el confesionario”.
Cuando yo empezaba por los años ochenta el sacerdocio ministerial, mi director espiritual me aconsejó: “Mira, si quieres que la gente se confiese, lo primero que tienes que hacer es sentarte en el confesionario”. Durante treinta años así lo he hecho; pero a decir verdad mi experiencia ha sido bastante negativa, pues la gente sigue sin confesarse.
El ver continuamente los confesionarios vacíos me ha hecho preguntarme en la oración: ¿Qué es lo que estoy haciendo mal? Tendré que rezar más y hacer más sacrificios para pedir por la conversión de mis fieles. Y puede que en este aspecto no haya rezado ni hecho los suficientes sacrificios; pero me temo que pasa algo más. ¿Por qué están siempre los confesionarios vacíos? Para responder a esta pregunta primero tendremos que responder a esta otra.
¿Por qué nos confesamos?
1º - Porque amamos a Dios y tenemos la suficiente delicadeza de corazón para darnos cuenta cuando le hemos ofendido. Sólo quien ama a su padre o a su madre es capaz de pedirle perdón cuando les ha ofendido. Si no hay amor no hay dolor por la ofensa (dolor de los pecados) y como consecuencia no sentirá necesidad de pedir perdón.
2º - Porque tenemos conciencia de nuestra propia suciedad. Es curioso ver a veces a personas que están pidiendo en las calles. Llama la atención lo sucio que van algunos; pero si uno les invita a comer y a lavarse te dicen: “Comer sí, porque tengo hambre; pero lavarme, la verdad no me hace tanta falta”. Y lo más curioso es que cuanto más sucio está uno menos cuenta se da. En cambio el que es limpio, la menor mancha le molesta y cuando antes se la quita.
3º - Porque estamos arrepentidos por la mala acción realizada. El arrepentimiento es consecuencia del amor y además incluye el propósito de no volver a ofender más (propósito de enmienda). Si uno no tiene conciencia de estar haciendo algo malo, menos tendrá espíritu de arrepentimiento.
4º - Que hayan sacerdotes que confiesen. A veces me llega algún feligrés de otra parroquia que cuando me ve en el confesionario se acerca a confesarse. Después del “Ave María purísima” me dice: ¡Estoy varios años sin confesarme porque en mi parroquia el cura nunca se sienta en el confesionario!
Pero el problema no acaba aquí. El no tener “conciencia” de pecado grave por nuestra falta de delicadeza y amor a Dios nos lleva a otra cosa todavía más grave: recibir al Señor en la Eucaristía estando en pecado mortal. Y ya sabemos que si así lo hacemos “estamos comiendo nuestra propia condenación” (1 Cor 11, 29).
Y yo me pregunto: ¿Quién está ganando con esta actitud del hombre? El demonio. Es el demonio quien odia a Dios y nos enseña también a nosotros a no amarlo. Es el demonio quien adormece nuestra conciencia para que no nos demos cuenta de nuestro pecado. Es el demonio quien por odio a Dios, no quiere que nos arrepintamos. Y es el demonio quien quiere que nos condenemos.
Cuando doy catequesis a los niños y les hablo del cielo y del infierno les suelo preguntar: ¡A ver que levante la mano quien quiera ir al infierno! Todos, asustados esconden las manos debajo de las sillas por si acaso… Acto seguido les pregunto: ¿Y quién de vosotros quiere ir al cielo? Y todos se apresuran para levantar las dos manos. Y acabo esta escena diciéndoles: Y si Jesús viniera ahora y se llevara sólo a los buenos al cielo ¿dónde creéis que os llevaría a vosotros? En ese momento se hace un silencio sepulcral. Se dan cuenta a tan tierna edad que no tienen el alma tan limpia. Los días siguientes les enseño a confesarse. Y cuando ya se saben los mandamientos y las oraciones más elementales les invito a confesarse. Desde ese día los mismos niños son los que me piden todas las semanas confesarse. Han descubierto lo bien que se siente uno recién “lavado”. Y es que el alma limpia “huele bien”, ése es el “buen olor de Cristo” que decía San Pablo (2 Cor 2, 15-16).
Y digo yo ¿tan sucio y retorcido está el corazón del hombre mayor para no reconocer sus faltas? ¿Para no distinguir el bien del mal? ¿Para no arrepentirse? ¿Para no desear el cielo? Y ahora viene a cuento aquel antiguo adagio de Gabriel Marcel: “El que no vive como piensa, acaba pensando como vive”.
El demonio sigue frotándose las manos. Y es que la senda que lleva al cielo es estrecha; pero el camino que lleva a la perdición es ancho y por él van muchos (Mt 7, 13-14; Lc 13,24).
Espero que nosotros no seamos de esos que día a día se van acercando más al infierno. Mientras vivamos hay esperanza; pero ¿por qué esperar al último día? Dios quiere que seamos felices desde hoy. Si lo necesitas, busca cuanto antes al sacerdote y ponte en paz con Dios. ¡Qué alegría!