Cuentos con moraleja: "Un amigo del más allá"
Al final del bosque, donde comienzan ya los Alpes austriacos, vivían Peter Holztfiller, un leñador viudo y jubilado, y el pequeño Karl, su nieto de tan sólo diez años. Según contaban los vecinos de la aldea, la madre de Karl murió durante el alumbramiento; y su padre, no supo soportar esta pérdida tan dramática, por lo que se marchó a las américas en busca de mejor suerte.
Viéndose Peter ya mayor y sin fuerzas suficientes para cuidar de su nieto, decidió abandonar la vieja cabaña donde vivían y mudarse a la aldea.
-Es un lugar muy aislado -pensó- y no es prudente vivir tan lejos. Voy a cerrar nuestro viejo hogar y nos mudaremos a alguna pequeña casa cerca de la aldea. Quizás en el futuro alguien de nuestra familia quiera regresar aquí.
Así que se dispuso a organizar la mudanza y a realizar los últimos preparativos antes del cambio. Una de esas tardes subió al tejado de la cabaña para verificar su estado. El hielo acumulado le hizo resbalar, cayó de una considerable altura y se fracturó la pierna derecha.
Atraído por el grito de su abuelo, Karl vino corriendo a ver qué sucedía. Peter se cubrió la pierna para que la sangre no asustara al chico. Aguantando el dolor, le dijo pausadamente:
-Karl, tengo una herida seria. ¿Te acuerdas que en situaciones difíciles hay que rezar a la Virgen y mantener fría la cabeza?
-¡Sí!, respondió el niño, que estaba pálido del susto.
-Bueno. En esta situación no puedo esperar que alguien pase por aquí. Debes ir hasta la aldea y llamar al doctor Grübber. Pronto empezará a atardecer y el camino es largo. Si andas rápido llegarás antes de que anochezca. Sé que nunca fuiste solo y que el bosque es peligroso, pero no hay otra elección. Ponte el abrigo y la bufanda, y sal sin demora.
Antes de que partiera Karl, su abuelo le recordó una vez más los detalles del camino, rezaron juntos un Avemaría y le dio su bendición. El abuelo Peter, angustiado más porque su nieto tuviera que ir solo a la aldea que por su propio dolor, vio desaparecer al niño entre los árboles del bosque.
El pequeño, que nunca se había visto en otra parecida, no pudo conservar la calma ni recordar las instrucciones del abuelo. El camino tenía muchas encrucijadas. Hizo un alto en una de ellas sin saber qué ruta tomar.
-¡Nunca pasé por aquí! ¡Me equivoqué de camino!
Mientras una helada sensación le recorría todo el cuerpo, gimió:
-¡Me perdí!
Siguió caminando cerca de una hora sin rumbo conocido cambiando varias veces de dirección. Su preocupación fue en aumento conforme veía que el sol iba descendiendo y escondiéndose rápidamente detrás de las ramas más bajas. El día estaba llegando a su fin y él, cansado y sin rumbo, se sentó en lo que creyó ser una roca, presa del desánimo.
A varios kilómetros de allí, a la entrada de la aldea vivía, Viktória Dunkel, la viuda de Zacharias Dunkel, un leñador que cinco años atrás había muerto junto a su hijo pequeño en ese mismo bosque debido al ataque de una manada de lobos. Ella solía ir con frecuencia a poner flores en las tumbas y rezarles. Esa misma tarde tuvo un fuerte presentimiento: su marido le llamaba desde la otra vida y le decía que fuera rápidamente a verle. Viktória, sin entender nada, pero movida por una fuerza interna superior, tomó un candil por si se le hacía de noche, se abrigó, y salió rauda internándose en el bosque.
Los últimos rayos de sol alargaban las sombras de los abetos. Miles de hojas multicolores de los robles y hayas alfombraban el camino. Pocos minutos después las tinieblas se habían adueñado de todo el bosque.
Karl, el niño perdido de nuestra historia, hizo una fogata, se acurrucó al lado del fuego y se cubrió con el abrigo. Su abuelo le había dicho en repetidas ocasiones que el fuego espantaba a los animales. Así, muerto de miedo, aunque con un poco menos de frío, pasaron quizás algunas horas.
Ruidos siniestros se escuchaban en medio del silencio. De vez en cuando, sombras traidoras provocadas por el fuego, daban la impresión de animales que se movían cerca. Pensamientos de historias de niños devorados por lobos vinieron a su mente.
Atrapado por el pánico, se cubrió el rostro y lloró largamente. A pesar de todo, no quería darse por vencido. En ese momento le vino a la memoria lo que le había dicho su abuelo: conservar la calma y rezar. Apretando en las manos una medallita que tenía en su pecho, repitió las oraciones que tiempo atrás le había enseñado su abuela.
De repente, un ruido cada vez más fuerte de pasos le asustó. Quedó por unos segundos inmóvil y sin respiración. Sin duda, alguien se acercaba. Saliendo de entre las sombras, cubierta con abrigo, y bufanda que dejaba solamente ver los ojos, apareció la figura de Viktória, la viuda. El niño se sobresaltó lleno de temor. Creía ver fantasma. La mujer también se asustó al ver repentinamente la cara del niño iluminada por la luz de la fogata.; pero al percibir el terror su rostro, lo miró con cariño y le preguntó:
-¿Qué hace un niño como tú solo y de noche en este bosque?
-¡Señora, por favor, sáqueme de aquí, estoy perdido! ¡Tengo mucho miedo! Respondió el niño.
Karl le contó atropelladamente el accidente que había tenido su abuelo y la urgencia de buscar ayuda. La mujer, que todavía no terminaba de entender lo que estaba sucediendo le contestó:
-¡Te ayudaré! Pero estamos lejos de la aldea. Un buen trecho de bosque nos separa de la salida. Parece que has estado caminando sin rumbo durante un largo tiempo.
Tomó al niño de la mano y emprendió el camino de vuelta en busca del doctor. Ocasionalmente se oía el aullido de algún lobo en la distancia, o el crepitar de las ramas secas conforme avanzaban por la vereda. Era un camino largo, pero que ella conocía muy bien, pues solía venir con frecuencia a hablar con su marido y con su hijo.
Mientras avanzaban, la voz serena de esta mujer fue tranquilizando al pequeño, quien se animó a preguntarle por su nombre.
-Me llamo Viktória Dunkel. Mi marido, Zacharias Dunkel, era leñador en estos bosques. Durante muchos años estuvimos viviendo aquí, pero hace cinco años fuimos atacados por una manada de lobos feroces y sólo yo pude escapar con vida. Mi único hijo y él están enterrados precisamente donde te encontré a ti.
-¿Pero mi abuelo me dijo que era el último leñador de esta región? Observó el niño.
-Sí, puedo entender que el viejo Peter no nos contara entre los leñadores, pues hace ya cinco años que murieron… Sé que tu abuelo y mi marido no se llevaban muy bien pues ambos tenían muy malas pulgas. Con frecuencia discutían por las trampas que ponían a los osos.
Esta misma tarde,- prosiguió la mujer-, estaba en casa junto al fuego, cuando de repente tuve un fuerte presentimiento. Escuché la voz de mi marido que me decía: “Viktória, necesito tu ayuda. Acude rápido al bosque. ¡Te necesito para que se acaben mis penas!” Yo no entendía nada, pero la voz era tan fuerte en mi interior, y la sensación de urgencia tan apremiante, que no me quedó más remedio que salir de casa y venir a su tumba.
Cogidos de la mano, caminaron por algo más de dos horas. A pesar del cansancio y el sueño, Karl se mantenía firme gracias al recuerdo de su abuelo herido.
Empezaba ya al rayar el alba de un nuevo día, cuando se oyó el canto lejano de un gallo. Minutos después salían del bosque y divisaron las primeras casas de la aldea.
-Bueno, amiguito, ve a buscar al médico. Yo despertaré a varios vecinos para que nos echen una mano.
Mientras el niño iba a casa del médico, se encontró con el Padre Albert que se dirigía de madrugada a abrir la Iglesia. Él se extrañó de ver a un niño a esas horas y le preguntó si ocurría algo. Peter le explicó el problema, y ambos dos se dirigieron a casa del doctor Grübber.
Minutos después, el doctor, el páter, la viuda, el niño y algunos hombres de la aldea, salían en carreta en busca del abuelo herido. Una vez llegados a la cabaña del leñador, el doctor le practicó una primera cura, y viendo que la fractura era seria, prefirió traerlo a la aldea para operarle y poder atenderle más fácilmente.
El susto del primer momento ya había pasado.
La noticia se extendió como la pólvora esa misma mañana. Las gentes comentaban con extrañeza cómo un niño tan pequeño había podido atravesar el peligroso bosque solo y de noche.
Fue entonces cuando, reunidos a la puerta de la Iglesia, el niño les dijo que había sido la señora Viktória, la viuda de Zacharias el leñador, quien le había ayudado. Ella, que estaba abrazada al niño, les contó el fuerte presentimiento que había tenido y cómo había escuchado la voz de su esposo pidiendo ayuda. Todos se quedaron boquiabiertos. El Padre Albert, que estaba presente, aprovechó la situación, tomó la palabra y dijo a todos los circundantes:
-Amigos. Demos gracias a Dios y al viejo Zacharias. El viejo Zack no era una mala persona. Todos lo conocíamos. Sólo tenía un problema: su mal carácter. Parece ser que cuando murió, tenía cuentas pendientes que pagar en el Purgatorio. Para mí que la Virgen María encontró una manera de atender a los tres: al niño que rezó con fervor, a Peter el leñador, cuya vida estaba en peligro, y al gruñón Zacharías, que gracias a su buena obra consiguió el perdón.
Así que entremos todos a la Iglesia a celebrar una Misa por su alma, y también, en acción de gracias porque esta historia haya tenido un final feliz. Os invito a todos a acompañarme. Quién sabe si cuando acabe la Misa, Zack ya estará en el Cielo.