Domingo II de Cuaresma (C) (13 marzo 2022)
(San Lucas 9: 28-36)
"Aconteció como unos ocho días después de estos discursos que, tomando a Pedro, a Juan y a Santiago, subió a un monte a orar. Mientras oraba, el aspecto de su rostro se transformó, su vestido se volvió blanco y resplandeciente. Y he aquí que dos varones hablaban con EL, Moisés y Elías, que aparecían gloriosos y le hablaban de su muerte, que había de cumplirse en Jerusalén. Pedro y sus compañeros estaban cargados de sueño. Al despertar, vieron su gloria y a los dos varones que con El estaban. Al desaparecer éstos, dijo Pedro a Jesús: Maestro, qué bueno es estar aquí; hagamos tres cabañas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías, sin saber lo que se decía. Mientras esto decía, apareció una nube que los cubrió y quedaron atemorizados al entrar en la nube. Salió de la nube una voz que dijo: Este es mi Hijo elegido, escuchadle. Mientras sonaba la voz estaba Jesús solo. Ellos callaron, y por aquellos días no contaron nada de cuanto habían visto".
La liturgia de la Palabra nos presenta en el día de hoy el evangelio de la Transfiguración del Señor en el Monte Tabor. Sólo tres discípulos: Pedro, Santiago y Juan estaban presentes cuando ocurrió el hecho.
Durante la transfiguración del Señor, estos discípulos fueron “capaces” del ver la gloria de la humanidad de Cristo. Una gloria que normalmente estaba velada, pues el cuerpo de Cristo no la mostraba. Ante tal visión, los discípulos quedaron extasiados y llenos de alegría: “Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, una para Moisés y otra para Elías”. Así será nuestra experiencia en el cielo si somos capaces de mantenernos fieles al Señor durante esta vida.
Pero Jesús no sólo quiere que seamos felices en el cielo, sino que también quiere que empecemos a gozar de esa felicidad sobrenatural aquí en la tierra. De hecho, hay realidades maravillosas que nos rodean, y que para muchos pasan desapercibidas. Por ejemplo: la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía; la presencia continua de nuestro ángel guardián junto a nosotros; la inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma de la persona que se encuentra en estado de gracia; el infinito poder de nuestra oración; el delicado y tierno amor que nos tienen Jesucristo y su Madre Santísima, y muchas cosas más.
Si fuéramos más conscientes de esas realidades, también nosotros comenzaríamos a experimentar aquí en la tierra, aunque sólo a modos de primicias, la alegría del cielo. Nuestra alma no estaría tan ansiosa por buscar los bienes terrenos. El Señor nos decía: "Buscad el reino de Dios y su justicia, lo demás se os dará por añadidura". (Mt 6:33)
Una vez acabada la visión, los apóstoles junto con Jesucristo, abandonaron el Monte Tabor para seguir cargando con la cruz de cada día. Y es que la felicidad plena está reservada para el cielo. Esta vida, para un verdadero cristiano, tendrá tanto de alegrías como de sufrimientos. No olvidemos que tenemos que compartir la cruz de Cristo. ¿Qué otro modo hay de demostrarle que le amamos? Recordemos esas palabras del Señor: “Nadie demuestra mayor amor que aquél que da la vida por sus hermanos”. (Juan 15:13)
Examinémonos a nosotros mismos. Como decía San Pablo: “Ya es hora de despertar del sueño” (Rom 13:11). Seamos valientes para darle todo nuestro corazón al Señor. No olvidemos su promesa: “El que deje casa, hermanos… por mí y por mi reino recibirá el ciento por uno en esta vida; y luego, la vida eterna” (Mt 19:29). Así pues, seamos honestos con nosotros mismos. Reconozcamos la situación espiritual de nuestra alma; y luego, si fuera necesario, tengamos la valentía para cambiar.