Jorgito y la naturaleza
La familia de Jorgito ha planeado una nueva excursión por la montaña, pero antes de iniciar la ruta, deciden parar en el pueblo para comprar pan de leña. Mientras que los padres entran en la panadería, Jorgito es atraído por las voces rudas de dos cazadores que esperan en la puerta. Parecen celebrar algo, así que —como cualquier niño—, se acerca curioso hasta el remolque.
—¡Buenos días, chico! ¿Quieres ver nuestro trofeo?
Jorgito no duda un instante y mira en su interior: un enorme jabalí, con unos amenazantes colmillos, yace muerto.
—¡Ja, ja, ja! ¡Chaval, este animal estaba comiendo bellotas hace unas horas! —exclama con orgullo el cazador más anciano.
Nuestro protagonista no puede apartar la vista del animal. Nunca había sospechado que la montaña alojara huéspedes tan peligrosos. Papá y mamá se acercan al vehículo, y los cazadores explican que han conseguido la pieza a escasos cinco kilómetros del pueblo.
—¡Había una gran manada, pero solo hemos podido dar cazar a éste! —comenta el más joven.
Tras unos minutos de charla, los padres se despiden y se dirigen en coche hacia la ruta. Jorgito no puede dejar de pensar en esos jabalíes y, cuando baja del vehículo, por primera vez en su vida, siente temor de la montaña.
La marcha se comienza con la invocación a San José; se acerca la festividad de este gran santo —a quien papá tiene mucha devoción— y la familia le está ofreciendo una novena. Por eso, aunque suelen empezar las excursiones con el rezo del Rosario, en esta ocasión deciden sustituirlo por la meditación correspondiente (al tratarse de su esposo, consideran que la Virgen estará conforme):
—“Oh benignísimo Jesús, así como tu amado padre te condujo de Belén a Egipto para librarte del tirano Herodes, así te suplicamos humildemente, por intercesión de San José, que nos libres de los que quieren dañar nuestras almas o nuestros cuerpos, nos des fortaleza y salvación en nuestras persecuciones, y en medio del destierro de esta vida, nos protejas hasta que volemos a la patria.” —lee papá.
Jorgito se aferra a esta petición y pide a San José que les proteja de los animales salvajes. Su imaginación está disparada; ve peligros en todas partes. Papá enseguida se da cuenta:
—¿Qué te ocurre, hijo?
—Tengo miedo de los jabalíes….
El progenitor piensa unos instantes, interrumpe la marcha y pide a la familia que se siente alrededor suya.
—¿Queréis saber cómo San Francisco amansó a un terrible lobo? Cuentan que era tan feroz, que devoraba animales y hombres por igual… La comarca entera estaba aterrorizada y nadie se aventuraba a salir de la ciudad. Cuando lo hacían, iban armados igual que si fueran a la guerra. —Aquella historia no estaba calmando a nuestro protagonista; al contrario, cada vez lo estaba poniendo más nervioso—. San Francisco, al oír la noticia, se propuso salir al encuentro del lobo, desatendiendo todas las advertencias de la población; y como única arma: su confianza en Dios. El animal, cuando lo escuchó llegar, se le acercó con sus fauces abiertas, mas San Francisco, haciendo la señal de la cruz, le dijo desafiante: “¡Ven aquí, hermano lobo! Yo te mando, de parte de Cristo, que no haga daño ni a mí ni a nadie.” El fiero animal, obediente a la cruz, cerró la boca y se acercó mansamente como un cordero. San Francisco habló con él y selló un pacto: sería adoptado por la población de Gubbio, a cambio de no volver a hacer daño a nadie. Y… así fue, a partir de ese día, el lobo entró en las casas para pedir alimento y los ciudadanos le abrieron las puertas con cariño. ¿Qué os dice esto?
—Que los santos hacen grandes milagros… —respondió admirado el hermano mayor.
—Cierto, pero algo más. Significa que la Naturaleza está al servicio de Dios. Los grandes santos han entendido esto. ¿Sabéis que San Antonio de Padua, en una predicación, consiguió que hasta los peces le escucharan? Por eso, hijos míos, no debéis tener miedo de la Naturaleza. Respetadla, sí.; pues no es nuestra, sino de Dios.Pero, no temedla; al fin y al cabo, es un regalo que Dios nos hace. —El cabeza de familia contempla a su hijo—. Jorgito, puedes estar tranquilo, los jabalíes no salen durante el día; son animales nocturnos…
—Papá —interrumpe el niño—, ese lobo, al morir, ¿fue al cielo?
El niño se había quedado impresionado por la historia y pensaba que el lobo había sufrido una conversión.
—No, hijo. Los animales no van al cielo.
Jorgito no esperaba esta contestación.
—¿Por qué? —y su pensamiento derivó a Duque; el viejo pastor alemán con el que jugaron los primeros años de la casa de campo. Pertenecía al vecino, pero acabaron adoptándolo como propio. Por eso, cuando murió resultó muy doloroso para los hijos mayores.
—Jorgito, el cielo supone contemplar el maravilloso rostro de Dios. Es una realidad reservada para los ángeles y los seres humanos. Estamos dotados de alma inmortal, y a nosotros nos pertenece ese privilegio.
—No es justo, ¿qué pasó con Duque, entonces? —repuso.
—Chicos, ¿los animales van al colegio? —pregunta el padre buscando encontrar la forma de explicarles, con tan poca edad, algo tan complejo—. No, ¿verdad? ¿Por qué? Porque no entenderían nada. Podrían estar años y años en las clases, y seguirían igual que el primer día. Algo así ocurre con el cielo. Sé que es una explicación simplista, pero puede servir de ejemplo.
—Entonces, ¿por qué Dios los crea? —insiste el hermano mayor, no muy convencido.
—El Señor también ha puesto la Creación al servicio del hombre. Duque cumplió bien su función, de forma noble. Nos cuidó, nos protegió, y nosotros le correspondimos con cariño. Eso no es malo, al contrario. También Don Bosco tuvo un perro guardián, Grigio. Se le apareció una noche de otoño materializado de la nada. Al principio, el Sacerdote tuvo miedo, pues era de gran tamaño. Pero como vio que no era agresivo, se le acercó para acariciarlo. A partir de entonces, cada vez que el santo se encontraba solo en una situación de peligro, surgía misteriosamente aquel perro, para luego, desvanecerse. Hay muchas anécdotas, contadas por el propio Santo, sobre cómo le salvó de ocasiones muy peligrosas. Nunca le aceptó comida, pero se dejaba acariciar por don Bosco y sus niños. Cuando las persecuciones pararon, Grigio desapareció. El santo lo echó mucho de menos.
La familia escuchaba embelesada.
—Por eso, hijos, no es malo querer a los animales. Lo que no debemos hacer es sucumbir a la tentación de reconocerles una dignidad que ni el mismo Dios les ha dado. Eso no.
Esta vez, estaban más de acuerdo. Y por otro lado, empezaron a caer en la cuenta de la suya propia. Estábamos hechos para el cielo… ¡cómo se tomaba esta realidad a la ligera!
La familia continuó la excursión. Jorgito permanecía un poco nervioso y, molesto por ello, decidió quedarse atrás para vencer su miedo. ¡Siempre se había sentido cómodo en la naturaleza! Además, si San Francisco había conseguido taimar un lobo, él sería, al menos, capaz de confiar en Dios. “La naturaleza está al servicio del hombre”, se decía una y otra vez.
La familia desapareció tras una curva y el niño se halló solo, con la única compañía de la imaginación, que no dudó en volver a jugarle malas pasadas. El niño tardó poco en escuchar un ruido tras un arbusto. Asustado, se quedó petrificado… un despistado conejo surgió entre los matorrales.
“¡¡Uff!!”, suspiró el niño. Con gran alivio, dio media vuelta, pero esta vez, se le escapó un enorme grito que resonó entre las montañas. Fija su atención en los arbustos, no se había percatado de que una enorme figura se le había acercado silenciosamente por detrás.
—Jorgito, soy yo, ¡papá! He visto que te has quedado atrás y he vuelto a buscarte.
Completamente avergonzado, el niño hundió la cabeza entre las piernas de su padre.
—Hijo, no te avergüences de tu miedo. Todo el mundo lo tiene. Quien no, o es un temerario o un tonto. Pero tú, a pesar de todo, le has hecho frente. Y ahí reside el auténtico valor.
Jorgito asoma la cabeza de entre sus piernas y le mira a los ojos.
—¿Tú también tienes miedo, papá?
Papá sonríe y afirma con la cabeza. El niño se impresiona por esa revelación y siente como si acabara de hacerle partícipe de un secreto inconfesable. Su padre también tiene miedo…
—¡No te preocupes! ¡No se lo diré a nadie!
El hombre se ríe a carcajadas y Jorgito le coge la mano con cariño. Ahora camina feliz; los jabalíes han pasado al olvido. El progenitor lo contempla; en silencio y con orgullo. “Jorgito, el cristiano tiene que ser valiente. Y tú, hoy, has mostrado valor. Si sigues así, hijo, algún día, serás grande”, piensa en silencio.
El conejo los mira y, qué duda cabe que, de haber tenido consciencia, hubiera sonreído con la escena; pero como no la tiene, continúa su mordisqueo nervioso de la rama, perdiéndose la riqueza del momento.
Mónica C. Ars (Tomado de adelantelafe.com)