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Por el sufrimiento a la alegría perfecta

Escrito por P. Carlos Prats. Publicado en Teología y Catecismo.

JESÚS Y SAN DIMAS

Fue el pecado de los ángeles y de los hombres lo que vino a alterar el orden inicial de la creación de Dios. Primero, mediante la soberbia de algunos ángeles; y después, a través del rechazo del hombre a los planes de Dios. Fue el pecado el que introdujo el sufrimiento en el mundo (Gen 3:19ss); y el sufrimiento de Cristo por amor, el que le dio sentido al sufrimiento del hombre (Jn 10:18).

Hace unos años le preguntaron al papa actual cuál era el sentido del sufrimiento de los niños. En ese momento, quizás por el cansancio y el agotamiento, el papa sólo respondió: No tengo palabras para explicar el sufrimiento de los niños.

En realidad sólo hay dos seres incapaces de explicar el sufrimiento del ser humano: el hombre alejado de Dios y los demonios. Pero para el que vive unido a Cristo, es Cristo quien da sentido al sufrimiento; pues es Él mismo quien nos enseña que el morir por el amado es la prueba más alta de amor (Jn 15:13).

Desde que Cristo murió en la cruz, el sufrimiento del cristiano adquirió un nuevo sentido: unirse al de su Maestro (Col 1:24). Si la muerte fue consecuencia del pecado, la victoria sobre la muerte será la manifestación de que el pecado ha sido vencido (1 Cor 15: 55-57). Ahora vivimos en el tiempo de compartir la cruz de Cristo (Mt 16:24); llegará un día en el que también nosotros resucitaremos con Él (Rom 6: 8-10). Así pues, el sufrimiento, que en otro tiempo fue una maldición y un castigo por el pecado, es ahora para el cristiano, fuente de alegría perfecta.

Desgraciadamente son pocas las personas que llegan a entenderlo así; y menos aún, las que lo hacen realidad en sus vidas. No en vano cuando Santa Teresa de Jesús se quejaba un poco a Cristo por los muchos sufrimientos que tuvo que pasar en vida, Él le respondió:

-          “Así es como yo trato a mis amigos”.

A lo que la santa añadió con su gracejo tan particular:

-          “Con razón tienes tan pocos”.

La mejor explicación que se ha dado hasta ahora de la relación que existe entre el sufrimiento y alegría cristiana es quizá la narración contenida en el capítulo VIII de las Florecillas de San Francisco de Asís:

Yendo una vez San Francisco desde Perusa a Santa María de los Ángeles con Fray León, en tiempo de invierno y con un frío riguroso que le molestaba mucho, llamó a Fray León, que iba un poco delante, y le dijo:

-          Fray León: Aunque los frailes Menores diesen en toda la tierra grande ejemplo de santidad y mucha edificación; escribe y advierte claramente que no está en eso la perfecta alegría.

Y andando un poco más, le llamó San Francisco por segunda vez, diciendo:

-          ¡Oh fray León! Aunque el fraile Menor dé vista a los ciegos y sane a los tullidos y arroje los demonios y haga oír a los sordos, andar a los cojos, hablar a los mudos y, lo que es más, resucite al muerto de cuatro días; escribe que no está en eso la perfecta alegría.

Después de otro poco, San Francisco levantó la voz y dijo:

-          ¡Oh, fray León! Si el fraile Menor supiese todas las lenguas y todas las ciencias y todas las escrituras, de modo que supiese profetizar y revelar no sólo las cosas futuras, sino también los secretos de las conciencias y de las almas; escribe que no está en eso la perfecta alegría.

Caminando algo más, San Francisco llamó otra vez en alta voz:

-          ¡Oh, fray León, ovejuela de Dios! Bien que el fraile Menor hable la lengua de los ángeles, y sepa el curso de las estrellas y las virtudes de las hierbas, y le sean descubiertos todos los tesoros de las tierras, y conozca la naturaleza de las aves y de los peces y de todos los animales y de los hombres y las propiedades de los árboles, piedras y raíces y de las aguas; escribe que no está en eso la perfecta alegría.

Y habiendo andado otro trecho, San Francisco llamó alto:

-          ¡Oh, fray León! Si el fraile Menor supiese predicar tan bien que convirtiese a todos los infieles a la fe de Cristo; escribe que no está en eso la perfecta alegría.

Y continuando este modo de hablar por espacio de más de dos millas, le dijo fray León, muy admirado:

-          ¡Padre, te ruego en nombre de Dios, que me digas en qué está la perfecta alegría!

-          Imagínate -le respondió San Francisco- que al llegar nosotros ahora a Santa María de los Ángeles, empapados de la lluvia, helados de frío, cubiertos de lodo y desfalleciendo de hambre, llamamos a la puerta de un convento y viene el portero incomodado y pregunta: “¿Quiénes sois vosotros?” y diciendo nosotros: “Somos dos hermanos vuestros”, responde él: “No decís verdad, sino que sois dos bribones que andáis engañando al mundo y robando las limosnas de los pobres: marchaos de aquí” , y no nos abre, y nos hace estar fuera en la nieve, y en la lluvia, sufriendo el frío y el hambre hasta la noche; si toda esta crueldad, injurias y repulsas las sufrimos nosotros pacientemente sin alterarnos ni murmurar, pensando humilde y caritativamente que aquel portero conoce realmente nuestra indignidad y que Dios le hace hablar así contra nosotros; escribe, oh hermano León, que en esto está la perfecta alegría.

-     Y si perseverando nosotros en llamar, sale él afuera airado y nos echa de allí con villanías y a bofetadas, como a unos bribones importunos, diciendo: “Fuera de aquí, ladronzuelos vilísimos; id al hospital, que aquí no se os dará comida ni albergue”; si nosotros sufrimos esto pacientemente y con alegría y amor; escribe, oh fray León, que en esto está la perfecta alegría. Y si nosotros, obligados por el hambre, el frío y la noche, volvemos a llamar y suplicamos, por amor de Dios y con grande llanto, que nos abran y metan dentro; y él, más irritado, dice: “¡Cuidado si son importunos estos bribones! Yo los trataré como merecen”; y sale afuera con un palo nudoso, y asiéndonos por la capucha, nos echa por tierra, nos revuelca entre la nieve y nos golpea con el palo; si nosotros llevamos todas estas cosas con paciencia y alegría, pensando en las penas de Cristo bendito, las cuales nosotros debemos sufrir por su amor; escribe, oh fray León, que en esto está la perfecta alegría.

Así pues, busquemos ahora a Cristo sufriente, para que un día también nosotros podamos unirnos con Él y gozar de la dicha de la bienaventuranza celestial. Y cuando seamos nosotros los que estemos clavados en la cruz junto a Cristo, recordemos aquellas maravillosas palabras que Él mismo pronunció desde lo alto del madero al buen ladrón: “Hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23:43).