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"¡Creo en Dios, pero no en los curas!"

Escrito por P. Carlos Prats. Publicado en Teología y Catecismo.

cura

¡Cuántas veces hemos escuchado esta frase u otras similares! ¿Hasta qué punto la persona que la dice queda exculpada por ese modo de pensar? ¿Cómo tenemos que actuar cuando un familiar o amigo la profiere?

En este breve artículo intentaré profundizar en el significado de esta expresión y proporcionarles una respuesta, para cuando algún familiar o amigo la pronuncie.

Hace tan solo unos días fui a un supermercado a hacer unas compras. Una vez que acabé, me dirigí a una de las cajas y busqué qué cola era más corta para realizar el pago. Delante de mí había una señora joven con un niño de siete u ocho meses en un carrito. Mientras que esta señora esperaba su turno para pagar, estaba hablando por teléfono con alguien. Por lo visto, desde el otro lado del teléfono le estaban recomendando bautizar al niño que llevaba en el carrito. La buena señora a todo respondía que no. Ya, casi al final de la conversación le oigo decir un tanto enfadada:

- ¡No insistas! ¡Creo en Dios, pero no en los curas!

A mí me llamó la atención esta frase por la aspereza y convicción que mostraban, pero dado que no conocía a la persona, y no era el lugar ni el momento para mantener una conversación al respecto, me callé.

¡Cuántas veces habremos oído frases parecidas a esa! ¿Hasta qué punto se puede uno sentir justificado de pensar así?

Es verdad que la conducta y la enseñanza de muchos sacerdotes pueden provocar en nosotros una profunda actitud de rechazo; pero de ahí a generalizar y pensar que la Iglesia es una creación de los hombres y que los curas somos todos perversos, hay un largo trecho.

Una vez acabada la compra, y ya de vuelta en casa, estuve rumiando la frase de esta “buena señora” con el fin de extraerle todo su significado. Y esto es lo que concluí:

Lo que esconde su exabrupto no es otra cosa sino ausencia de vida espiritual, desengaño, intento de auto-justificación…, es decir: falta de fe. En el fondo no es otra cosa sino una actitud cómoda para sentirse excusados de todo pecado y de una conducta que a todas luces es anticristiana; ¿pero está uno libre de toda culpa por pensar así? ¡En absoluto!

Todo bautizado tiene la obligación de cuidar su fe: alimentándola, purificándola de errores, haciéndola crecer, etc… Del mismo modo que nos alimentamos y cuidamos corporalmente ¿por qué no hacemos lo mismo con nuestro espíritu? Una madre que no diera de comer a su hijo la tomarían por loca y le quitarían a su hijo; en cambio una madre –supuestamente católica-, puede negarle a su hijo el Bautismo… y no le pasa nada (en este mundo). ¿Tiene derecho un padre católico a negar los sacramentos a su hijo? ¡No!

Esta frase es fruto en muchas ocasiones de un desengaño previo en un colegio religioso,  una mala experiencia con un sacerdote en una parroquia…, que produjeron como resultado el abandono, no sólo de la Iglesia, sino también de cualquier contacto con Dios. Una persona que afirma  que cree en Dios, pero no en los curas, hace mucho tiempo que dejó de rezar.

Pero ¿hasta qué punto eso justifica el abandono de la práctica religiosa? Cuando uno se encuentra con un médico malo, sencillamente ya no vuelve a ir a su consulta, busca a otro que realmente le atienda adecuadamente. Hágase lo mismo con ese sacerdote. No todos los sacerdotes son malos, como tampoco lo son todos los médicos.

Si uno cree y ama a Dios, al menos tanto como a su propia salud, ante una mala experiencia no abandona su fe, sino que busca a otro sacerdote que le enseñe el buen camino. Luego no hay justificación alguna. Es muy cómodo echar la culpa a los demás y buscar justificación de su propia incredulidad en la conducta errónea de un sacerdote.

En el fondo, quien es capaz de decir “creo en Dios, pero no en los curas”, lleva ya muchos años sin rezar a Dios, sin seguir sus mandamientos; y probablemente su fe esté a punto de desaparecer. Ya lo dijo Santiago: “Una fe sin obras es una fe muerta” (Sant 2: 14-17).

Por otro lado, fue el mismo Señor quien le dijo a sus discípulos: “A quien vosotros escucha, a mí me escucha; y a quien vosotros me rechaza a mí me rechaza” (Lc 10:16). ¿Cómo pues, puede una persona decir que ama a Dios y desprecia a los curas? En el fondo, esa conducta lo único que busca es tranquilizar su conciencia ante su alejamiento de Dios y de la Iglesia.

Llegará un día, en el que Dios nos juzgará a unos y a otros; entonces, nos hará ver con claridad qué razones reales movían nuestra conducta. En ese momento - cuando el engaño a nosotros mismos ya no es posible-, y alejados de Dios, tendremos que irnos al infierno para sufrir por toda la eternidad.

¿Usted no cree en el infierno? Da lo mismo. La existencia del cielo o del infierno no depende de nuestra fe, como el hecho de que ahora sea de día o sea de noche; sencillamente existen.

El no querer bautizar a su hijo es el último escalón o paso lógico, consecuencia del alejamiento voluntario de Dios. Primero se no se asiste a Misa, no se confiesa…; luego, cuando llega el momento de casarse, hay siempre mil excusas para no hacerlo por la Iglesia. Como ya se ha cortado con Dios, imperceptiblemente se siguen dando pasos y pasos que cada vez nos alejan más de Él. Una vez que uno ha desconectado de Dios, ya no se siente obligado a seguir sus leyes.  Al final uno olvida que es cristiano, que fue bautizado… y que tiene unas obligaciones contraídas con Dios; obligaciones a las que tendrá que dar cuentas el día del Juicio Final. Pero prefiere no pensar en ello, prefiere ponerse una venda delante de los ojos y “seguir viviendo”.

Hasta hace pocos años, aunque una persona no se casara por la Iglesia, solía llevar a su hijo pequeño a bautizar; era más por una costumbre o por presión de la familia; pero ya se está llegando al último paso en este descenso ininterrumpido. Llega un momento en el que uno dice: “ya no quiero a Dios ni para mí ni para mis hijos”; de ahí a decir: “Creo en Dios pero no en los curas” hay sólo un suspiro.

Y respecto a qué hacer cuando un familiar o amigo diga esa frase que es objeto de nuestro artículo: lo primero es pedir a Dios para que le abra la mente y el corazón para reconocer su error. Segundo, descubrir el motivo que le hace pensar de ese modo. Tercero, hablar tranquilamente con él y hacerle ver su error. Y cuarto, tener fe, paciencia y seguir rezando. Si así lo hacemos, y la persona todavía reconoce y acepta la verdad, antes o después descubrirá su error y volverá a Dios. El proceso puede durar años.